domingo, 21 de febrero de 2016

ALEGORÍA DEL DRAMATURGO EXPLORADOR Y EL HACEDOR DE LABERINTOS


Todo esto son suposiciones (advierto).
Supongo que en la dramaturgia (Y en el teatro) hay dos maneras de hacer eso que el arte hace: expandir el mundo, dilatar el suspiro del moribundo. 
Una es la de aquel que dentro de su parcela, dibuja sobre las formas de la tierra y compone un complejo laberinto con los arbustos. En un cuadrito de terreno hace un camino muy largo para esconder algo que quiere que los visitantes descubran. El mundo exterior es el fondo, su laberinto es la forma.
Otra, la del que se sube a un barco y dice: más allá del horizonte hay una tierra inexplorada, bellísima y misteriosa. Volveré con oro y especias, descubriré grandes yacimientos y criaturas nunca antes imaginadas. Tal vez la fuente de la eterna juventud… ¿Alguien quiere financiar mi viaje?
Me siento más cerca de la primera, aunque añoro el espíritu aventurero de la segunda.

1. El hacedor de laberintos.
En el primer caso el dramaturgo empieza su labor azuzado por una voz interior que le habla: “Deberías encerrar a tu madre en el sótano” o “podrías robarle a esa niña sin que nadie se diera cuenta”. La voz es persistente con algunas cosas, “Méate en el ponche de la kermés”,  “Prepara un pastel de mota la próxima fiesta familiar” o de plano, en noches de extrema lucidez: “¿Por qué no matas al presidente, si de todas maneras es un imbécil?” “¿Has pensado que con un par de aviones podrías derribar el World Trade Center?”,  “Préndele fuego a la Secretaría de Hacienda”, “Tú deberías ser el papa”, “Nada se interpone entre tú y esa botarga del Dr. Simi”.
El dramaturgo finge que no escuchó nada. Guarda en el sótano o en el armario las cosas que lo incitan. Todas esas ocurrencias se transforman en monstruos, pequeños minotauros ocurrentes que deambulan por la casa, se agazapan en los rincones, se contorsionan en las esquinas, hacen bulla cuando el sueño acude.
La única manera que encuentra para contenerlas es inventar una estructura que sirva como una jaula, dibujar una frontera que les impida romper la puerta y salir a la calle. Esa estructura suele ser un laberinto fabricado con las herramientas y materiales de que dispone  el dramaturgo: palabras (en específico, palabras que buscan un cuerpo y una voz, palabras escritas para ser habladas, no sólo leídas).
Las palabras son poderosas, no en su falsa encomienda de definir las cosas (en general, creo que definen muy poco, cuando no yerran de plano) si no porque sugieren mucho más de lo que son capaces de expresar. O sea, son ideales para construir laberintos que mantengan atrapados a esos minotauros tan ocurrentes mencionados antes.
En ese laberinto los visitantes podrán extraviarse, seguir un camino que les resulte placentero, fatigarse hasta encontrar la salida, o dar con el monstruo encerrado adentro.
Ese laberinto tejido de palabras puede convertirse en una trampa de presencias. (Son palabras para ser habladas, que necesitan también alguien que las escuche: uno en presencia del otro)
Esas mismas palabras escritas pueden ser aún más poderosas cuando un hechicero, logomante, mistagogo, actor o merolico de alameda las pronuncian frente a los incautos. El texto se convierte en teatro. De modo que el laberinto se abre y recibe así a los que han osado escuchar, y el minotauro de alguna manera los alcanza... un minotauro nuevo, renovado, distinto al que se quiso encerrar en un principio, misterioso y desconocido, uno que cambió durante las horas de trabajo, y que mutará de nuevo al devorar a su próxima víctima.
El laberinto puede tener muchas formas.  En una pequeña parcela de tierra se pueden dibujar todas las cosas que existen y otras cosas que no. ¿Pero de qué está hecho el laberinto? ¿De los muros que definen las palabras, bloqueando y condicionando el movimiento, o de los caminos que sugieren esas mismas palabras y se abren al paso del visitante? Se puede decir que ambos, pero ¿qué porcentaje de cada uno opera en el que recorre el laberinto? ¿Está prestando atención a los muros que se doblan, al camino que se bifurca, está ansioso de encontrar la salida o temeroso de ver al monstruo?
Para evitar que escape el minotauro, el laberinto debe cambiar de forma. Y es que poco a poco el minotauro aprende a reconocer los caminos, identifica los muros que lo rodean y descubre las salidas. Al principio es temeroso y cauto, pero poco a poco empieza a hacer incursiones al exterior cada vez con más audacia. Entonces el dramaturgo debe expandir el laberinto. O hacer que el laberinto cambie su forma para desconcertar al monstruo.
Pero existe un riesgo: el creador obsesionado por esconder  el lugar donde se ha refugiado el monstruo.  La criatura está escondida en un laberinto, y ese laberinto se esconde adentro de otro laberinto, que a su vez está oculto en los pasillos de otro laberinto… y este delirio de opacidades y ocultamientos puede no tener fin. El laberinto se vuelve tan complicado y elaborado que ya nadie sabe qué puede esconder adentro. Ni a nadie le importa.
A veces ni el dramaturgo sabe si todavía existe el minotauro.
Ya no importa si hay un monstruo adentro, y el creador se dedica a decorar y complicar cada vez más el edificio. Puede ser que algunos admiren su virtuosismo o la belleza de la forma, o simplemente lo admiren porque no lo entienden… es posible que el mismo ocultamiento se convierta en el monstruo que hay que ocultar, y el laberinto devenga en una pesadilla recursiva donde permanece el vértigo, pero ya no hay abismo.
También existe, claro, el lado opuesto.
Cuando en realidad no hay un monstruo, pero el dramaturgo, fascinado por el laberinto de su vecino, quiso hacer uno propio, consiguió una estatuilla del monstruo de enfrente y la puso en su jardín, para luego dibujar unos caminos que simulan un laberinto. Se puede pasear tranquilo por ese jardín, no es difícil salir, porque no necesita contener lo que hay adentro. Es un paseo divertido y si el laberinto está bien hecho, se puede gozar admirando la forma de los muros o las curvas de los caminos. Quien llega al centro puede beber agua o arrojar una moneda a la fuente donde han colocado la estatuilla. También en este caso, se trata de disfrutar con el decorado.
Muchos de estos laberintos se construyen en función del monstruo que deben mantener adentro, o algunos, en función de los visitantes que quieren extraviar en sus pasillos.  A veces ambas cosas. Conforme pasa el tiempo, el minotauro cambia y cambia el laberinto.
De la forma del laberinto puede intuirse la naturaleza del minotauro. ¿Qué tan anchos, húmedos, ventilados, son los pasillos? ¿Con qué material están fabricados los muros? Porque no es lo mismo si son de ladrillo, que de roca, o arbustos, o cristales, o telones, o kryptonita. En la forma del edificio están las pistas para hacer el recorrido.
¿Pero por qué alguien habría de visitar este delirio?  Supongo (sólo supongo) que el visitante también escucha voces y también guarda un pequeño minotauro en el ropero que quiere sacar a pasear un rato. O tal vez porque desea ser devorado. O perderse un rato. Ponerse a prueba. Someterse a la locura de otro. O quizás necesita un lugar para conspirar, un sitio de encuentro donde se diga lo que no puede decirse, lo que otros han prohibido o lo que no es conveniente según la moda o las costumbres. El laberinto esconde al minotauro, pero puede servir también como casa de refugiados, escondite de los perseguidos. Algunos, incluso,  podrán encontrar en él cierta iniciación, algo que les será revelado al completar los pasos, al descifrar los caminos, al entender el trazo (en lo personal, desconfío de los iniciados, porque han encontrado la verdad).

2.  El explorador de tierras lejanas.
Puede ser que el dramaturgo sienta un impulso por lanzarse a la aventura más allá del horizonte conocido. ¿Qué hay detrás de aquellas montañas? ¿Dónde desemboca este río? Si cruzo aquellos mares ¿hallaré la tierra prometida?
Otros le han dicho que las tierras que se conocen son todas las que hay. No hay por qué ir más allá. Los que se han alejado son devorados por bestias, se pierden en la inmensidad, ya no vuelven. Pero nada de eso asusta al dramaturgo explorador. Está dispuesto a entregar su carne a los colmillos de las fieras con tal de descubrir algo que nadie haya visto antes.
El principal problema es que obviamente el camino no está hecho. No ha mapas, sólo sugerencias, intuiciones, en el mejor de los casos hipótesis. Y promesas: habrá tesoros jamás soñados, una jungla de maravillas, seres fantásticos con la cara en el pecho, o con una sola pierna con la que se tapan del sol, serpientes emplumadas, ríos de leche, la fuente de la eterna juventud.
La expectativa es muy clara: al otro lado del mar, las cosas deben ser mejores. Tal vez el impulso parte de la decadencia que el dramaturgo siente a su alrededor. Su mundo le resulta agotado, obsoleto, perverso. O demasiado pobre. O sencillamente aburrido y decepcionante.
El dramaturgo explorador lleva consigo las herramientas que le servirán en el viaje: sextante, brújula, mapas del cielo y de la tierra, todas ellas hechas de palabras. Es posible que en el camino esas herramientas o instrumentos se vuelvan obsoletos, y se descubran otros nuevos (También hechos de palabras) o se desechen las palabras y se busquen diferentes materiales para los utensilios de la exploración. 
La exploración es riesgosa, el trayecto largo, el camino lleno de incertidumbres, nada le garantiza llegar a salvo al otro lado, o encontrar algo. Habrá quien regrese con un hallazgo importante y lo comparta con los que le vieron partir. Habrá quien prefiera guardar en secreto lo que ha descubierto. Habrá quien descubra el hilo negro. Habrá quien no descubra nada, pero traiga falsificaciones de las maravillas que ha visto (y no faltará el que le crea). Habrá quien queriendo imitarlos se lance a la aventura para seguir sus pasos, pero sin saber navegar, sin idea de nada, por el gusto de arriesgarse, o por el prestigio que espera conseguir a su regreso. Incluso habrá quien finja que ha viajado sin haber salido de casa.
Puede ser que le dé la vuelta al mundo sólo para llegar al punto de partida. Para algunos, el viaje en sí mismo vale la pena, con o sin hallazgos.
Tarde o temprano las palabras encallan en un cuerpo, se despliegan en el tiempo, se dicen y duran. Se arriba al teatro y el sentido de la exploración se pone a prueba con los curiosos que se acercan a ver qué noticias trae el viajero desde los confines que ha visitado.  Puede que se sorprendan o puede que les parezca poco. Puede ser que no entiendan nada.
El viajero que vuelve es diferente del que se fue. La tierra a la que regresa también ha cambiado. Sobre todo porque ha cambiado la manera de mirarla.

3. El encuentro.
Supongo (una y otra vez) que hay un punto (o un momento) en el que el explorador encuentra en su viaje a un hacedor de laberintos y decide explorar al interior de un laberinto que no conocía.
Supongo también que un hacedor de laberintos puede construir un barco-laberinto y lanzarse a explorar tierras lejanas con un minotauro en su cargamento.
Supongo que uno y otro pueden ser amigos y compartir experiencias. Se puede hacer un laberinto basándose en los mapas del explorador, o una exploración tomando el laberinto como mapa.
Pareciera que uno de estos caminos es conservador y el otro está a la vanguardia, pero no necesariamente es así. Es verdad que quien se arriesga está más cerca del descubrimiento, y quien se queda tiende a convertir en rutina sus quehaceres. Sin embargo,  el explorador puede recorrer el mundo entero con una idea preconcebida de lo que va a encontrar, y volver diciendo “se los dije”. O suponiendo que lo que hay más allá está para ser conquistado y mostrado en una vitrina como testimonio de lo exótico. Nada más conservador. Por su parte, el hacedor de laberintos puede renovar su visión del mundo imaginando mundos para la bestia. Puede cambiar la perspectiva del visitante sobre algún hecho o idea que tenía cuando se asomó al laberinto. Puede hallar trazos nuevos para los caminos, o nuevos materiales para los muros, o nuevas trampas para los monstruos.
Supongo que esta alegoría no hace otra cosa que repetir lo que ya se sabe.

Supongo que me dieron ganas de contarlo de otra manera. 

Martín López Brie