domingo, 12 de noviembre de 2017

¿A QUIÉN LE IMPORTA LA DRAMATURGIA?

Para empezar:
        ¿A quién le importa el teatro?
Algunos distraídos, quizás; locos o desorientados.
Las salas vacías por doquier parecen indicar que esta es una actividad marginal, onerosa, pedante, desvinculada del mundo al que pretende representar (o reflejar, o criticar, o desmenuzar, o lo que sea que pretenda con el mundo)
Lo esencial de esta actividad tan extraña no es en realidad tan extraño: un grupo de personas que se reúnen para verse y escucharse, con una condición peculiar que convierte la reunión en una especie de juego donde unos organizan y presentan ante otros un universo poético.
Lo importante está en la presencia de los cuerpos y la organización de la mirada, es decir, en la construcción de un sentido que atraviesa los cuerpos y los imaginarios.
Es un poco raro pero lo venimos haciendo los humanos desde hace miles de años.
Luego alguien inventó la escritura y otros decidieron que valía la pena poner por escrito cómo debía suceder ese juego raro de pararse frente al otro a contar un cuento o bailar un poco.
Algunas veces, se pusieron por escrito las indicaciones para llevar a cabo rituales religiosos, sacrificios sagrados; otras veces, fueron las indicaciones para realizar las etapas de una fiesta popular.
Y así nació la dramaturgia, aunque no se llamara de esa manera.
Imaginar, diseñar y organizar un acontecimiento (y ponerlo por escrito).
La herramienta más útil para diseñar un acontecimiento son las palabras (todavía).
(Se puede hacer con dibujitos, pero puede ser confuso).
Aunque suele haber una confusión consecuencia del desarrollo histórico de las cosas: se piensa que las palabras SON la dramaturgia, pero yo creo que no. Al menos, me resulta más útil pensarlo de otra manera. La dramaturgia como la imaginación del acontecimiento, la organización de sus partes, la planeación de cada momento que sucederá en el futuro, frente a otros.
Por eso se habla de dramaturgia del actor, de dramaturgia de la escena, de dramaturgia del vestuario, de dramaturgia de la imagen… incluso hay dramaturgia en un mitin político, en una asamblea (cuya división en actos se llama “orden del día”) o en una junta de negocios. La diferencia con lo que hacemos los comúnmente llamados “dramaturgos” es que en estos casos no hay intenciones poéticas de por medio, pues los objetivos son otros.
Pero también hay que señalar que el acontecimiento que se diseña puede ser un acontecimiento de palabras. Las palabras como expresión verbal de la literatura pueden devenir en acontecimiento.
El acontecimiento de las palabras.
Como también puede tratarse de cómo se llevan a cabo algunas acciones o de qué acciones se llevan a cabo exactamente.
El acontecimiento de las acciones.
Esto me resulta útil para pensar algunos problemas que suelen aparecer en el oficio de la escritura teatral. Uno de ellos es si lo que hacemos es o no es literatura. O en todo caso si es una literatura de segunda. Mi amigo Francisco Olivié solía repetir: “No me llamen dramaturgo, soy un escritor con capacidades diferentes”. Que es una manera de señalar la peculiaridad de esta escritura cuya finalidad no es un texto impreso, sino un escenario vivo.
La historia ha consagrado la dramaturgia como uno de los grandes géneros literarios, junto a la narrativa y la poesía, y lógicamente ha consagrado sólo a esa dramaturgia de palabras, la dramaturgia más literaria, la que puede leerse, la que se pone en los libros y se ajusta al menos a algunos cánones y estéticas literarias. Ha quedado un importante registro de la dramaturgia literaria, a tal grado que la historia del teatro suele hacerse partiendo de la literatura dramática, lo cual se entiende por el valor de registro historiográfico que puede representar un texto, pero ha tenido como consecuencia que una buena parte de las personas creen que el teatro son los textos. Y pues no.
Así pues, vale decir que además, hay una dramaturgia que no es literaria, que no es literatura o cuyo valor literario es mínimo porque si llegó a imprimirse en letras fue solo de manera accidental o subsidiaria. Una dramaturgia que usa procedimientos que no necesariamente pasan por la palabra escrita, como el story board de una escenografía, o la maqueta que se hace de la misma donde se ponen los cambios de escenario en el orden en que serán representados; o una edición de video a partir de los ensayos de un proceso de creación coreográfico, donde los artistas se preguntan ¿qué ponemos primero, el solo o la marcha con bastones? ¿Le subimos a la intensidad? ¿Aceleramos o ralentizamos los movimientos en esta parte? Eso también es dramaturgia. Como también lo es aquello que hace un director cuando decide cambiar una escena de lugar, o eliminarla, o crea una imagen dinámica entre una escena y otra.  O lo que hace un vestuarista cuando propone que en la primera escena el personaje vaya con un traje elegante, en la segunda con el mismo traje, pero ajado y roto, y en la tercera escena con traje de presidiario ¿notan cómo el vestuario también cuenta una historia? Pero más que la historia que cuenta, importa el lugar que ocupa dentro del acontecimiento que se realizará más adelante.
Pensar la dramaturgia desde esta perspectiva sirve también para liberarnos un poco de las cadenas de la pieza bien escrita. Sirve para sacarnos de encima el peso de tener que escribir unos personajes, con un conflicto, que realizan acciones para conseguir ciertos objetivos o para satisfacer sus deseos. Y no digo que eso esté mal, al contrario. Esas son herramientas utilísimas al momento de contar una historia. Pero la dramaturgia puede ser mucho más que eso.
Puede ser tan amplia como preguntar ¿qué quiero que suceda entre los espectadores y los actores? Y según vaya organizando la respuesta, irá surgiendo la dramaturgia, una hipótesis de acontecimiento, que puedo formular con palabras, recortes, fotografías, enlaces a la web, chats, diagramas, tablas estadísticas y cuanta cosa me resulte útil para planear ese acontecimiento que estoy imaginando.
Ahora bien, mucho ojo con pensar que liberarse de las cadenas del drama convencional significa abrirle la puerta al basurero de las ocurrencias.
El drama convencional tiene un lugar hegemónico en la actividad teatral porque ha desarrollado una serie de herramientas muy eficaces para la composición escénica. No es casual ni es nada despreciable. Cuando prescindimos de esas herramientas y decidimos que nuestra obra no tendrá conflicto dramático debemos preguntarnos ¿y entonces qué herramienta usaré para mantener la atención del público mientras dura el acontecimiento?
Y quizás más importante: ¿Hacia dónde estoy dirigiendo la mirada del espectador? ¿Qué estoy poniendo frente a sus ojos y a dónde podría llevar su imaginación con esto? ¿Estoy ayudándolo a ver algo no hubiera imaginado de otra manera? ¿Sentirá algo diferente? ¿Cruzará por una experiencia extracotidiana? ¿Se verá a sí mismo, a los otros, a la sociedad o al mundo de una manera diferente? ¿Se hará preguntas? ¿Cambiará  cuestionará su relación ética o política con el mundo que lo rodea?
Es ahí donde está el espesor poético de una obra, y la pertinencia de realizarla hoy.
Y todo eso también es dramaturgia.

Entendida de esta manera, hay más dramaturgia en el mundo de la que normalmente nos imaginamos. El asunto es que estamos empecinados en hacerlo de cierta manera, apegados a ciertas formas que nos enseñaron, ya que al seguir esas formas y esas normas tenemos mejores chances de obtener aprobación y reconocimiento de otros como nosotros.
El año pasado (2016), en la CDMX, un grupo de mujeres encapuchadas irrumpieron en la develación de placa de una obra haciendo ruido con cacerolas y megáfonos, al grito de “Felipe Oliva, violador” Acusaban al director de la obra, de la compañía y del teatro donde se presentaban, de haber abusado sexualmente de varias alumnas y actrices, aprovechando la posición de poder que le daban el aula y el escenario. A media función, de pronto unas "locas histéricas" dan portazo con actitud violenta y escandalosa, acusando al violador y causando conmoción y miedo en la audiencia. Ese es el diseño del acontecimiento, esa es la dramaturgia del acto. Y genera un debate enardecido en redes sociales. Hubo quien dijo que el teatro era sagrado, que mejor hicieran su protesta en otro lado. Que el público qué culpa tenía. Como si los cuerpos de las compañeras no fueran sagrados. Mucho más sagrados que todo el teatro hecho en todos los tiempos, además.
Para mí, este acto fue la mejor obra que se presentó ese año. La mejor dramaturgia, sin duda. (Ese año a mí me dan un premio nacional, pero a ellas les dicen “locas histéricas”)
El acto, a diferencia de todas las obras presentadas ese año, tuvo un impacto concreto: hizo visible un abuso sistemático perpetrado por una persona específica y normalizado por el gremio teatral. Felipe Oliva ahora se esconde, huyendo de las seis denuncias penales en su contra. Hizo visible un abuso sistemático cometido además muchas veces por muchos otros maestros y directores que aún no han sido nombrados, por miedo a represalias. Ahora, cada vez que uno de estos hijos de la chingada piensa en hacer lo mismo, se pregunta si no le van a caer las locas histéricas a arruinarle su coctel. Eso parece poco, pero ya es mucho más de lo que suelen lograr las obras convencionales.
Que no les digan que el performance es el hijo idiota del teatro. Si acaso es el hijo rebelde y raro, el incómodo.

Y por supuesto, no es lo mismo diseñar un acontecimiento poético que un acontecimiento político, que una mezcla de ambos, que los 15 años de rubí, aunque a veces se parecen mucho.
Si hubiera que sintetizarlo podría decirse que la dramaturgia es el diseño o planeación del acontecimiento, y que el acto poético consiste en dirigir la mirada hacia algo que en realidad no está ahí, pero lo intuimos gracias a lo que hacemos o mostramos. O más exactamente, dirigir la mirada para inducir la imaginación y crear cierto tipo de experiencia extracotidiana, que es otra manera de mirar las cosas.
Ambas cosas juntas: acontecimiento diseñado, e imaginación inducida, crean una experiencia única, que si ocurre de manera colectiva y presencial, podemos llamar teatro.
¿Pero a quién le importa el teatro?

 ¿A quién le importa el arte?

Me gusta pensar en el arte como una herramienta para mirar el mundo de otra manera. El arte como un gimnasio de la imaginación. Me gusta pensarlo así porque me resulta útil para desarrollar ciertas ideas alrededor de esta actividad.
¿De qué sirve? Pues para eso, para entrenar la imaginación como si fuera un músculo. Un músculo que se atrofia si no se lo usa frecuentemente.
Todos los niños hacen arte y ejercitan su imaginación; el problema es que en algún punto del camino alguien les dice “eso está mal” “eso está feo” “tú no sirves para eso” “mejor haz algo de provecho” y por lograr la aceptación de otros, se deja de lado el arte y se pone a dormir la imaginación.
Algunos necios siguen en el camino y se convierten en especialistas. Algunos empiezan a sentirse superiores por pertenecer a este grupo de especialistas, y se convierten en cretinos.
En este gimnasio, o si se prefiere, en este campo de entrenamiento para la imaginación, ocurren cosas interesantes: Se puede imitar gracias al desarrollo de técnicas específicas, fragmentos de la realidad que compartimos con otras personas. Eso mismo se puede presentar (diríamos, representar) deformado, exagerado, sintetizado, desmantelado, repetido, caricaturizado, y de quién sabe cuántas maneras más.
¿Pero eso de qué sirve, a quién le importa?
¿No es solamente un divertimento inútil, un juego caro y sobrevalorado?
Tal vez el arte sea un residuo un poco inútil de la mente creativa del homo sapiens. Pero es un residuo que tiene una facultad insospechada: crear ficciones. Y es gracias a que urdimos ficciones que podemos imaginar ciudades, imperios, dioses, viajes a la luna y partículas sub atómicas, monedas, leyes, congresos, parlamentos y créditos bancarios. La capacidad de hacer arte, de entrenar la imaginación, está detrás de todo eso, para bien o para mal.  
Pero a veces ni siquiera vemos una utilidad concreta, más que inventar y reinventar constantemente el sentido del mundo. Poner las cosas patas arriba.
¿Por qué alguien querría hacer eso?
Peor aún: ¿Por qué alguien querría ver a alguien haciendo eso?
¿Y por qué no?
La imaginación también se entrena viendo entrenar. Mientras más ideas, imágenes, acontecimientos, sonidos, sensaciones, emociones hemos transitado, tenemos mejores posibilidades de conectar unas con otras. Mientras más referentes, la imaginación tiene más campo para ejercitarse.
Por eso resulta atractivo inducir la imaginación (mental y corporal) hacia senderos inexplorados, zonas invisibles del mundo, hacia el descubrimiento, en presente, de aquello que no es evidente, o que siendo evidente es colectiva y voluntariamente ignorado o silenciado. Así, se amplían los horizontes de lo imaginable.
Aunque nos resulta muy difícil convencer a otros de que esta actividad vale algo de dinero. Y luego descubrimos que el poco dinero que hay para el arte está en el lado contrario: donde la imaginación se vuelve rígida y salen al quite los clichés y las repeticiones, las fórmulas de éxito y las modas estilísticas. La imaginación del público ya no se ejercita, simplemente se complace a sí misma confirmando lo que ya sabe. 

¿A quién le importa el dinero?

En un mundo organizado por la ganancia, el crecimiento y el “emprendimiento”, el arte está orillado a generar ganancias, ingresos, sustentabilidad… O bueno, los artistas están obligados, si es que quieren comer y tener vivienda.
¿Por qué el arte tendría que hacer eso?
¿Por qué habría que pagar por ver o disfrutar el arte?
Si el derecho a la cultura está garantizado ¿por qué hay que pagar una entrada al teatro?
Pero si no se pagan entradas al teatro ¿de qué viven los artistas? ¿De qué ganan los dramaturgos?
Copyright, derechos de autor, sí como no.
El teatro es una actividad artesanal, no reproducible de manera masiva, y llamarlo engañosamente “industria teatral” no va a cambiar su condición de economía marginal. Muy pocas teatralidades son rentables en la sociedad que domina el mundo.  
¿Y las otras teatralidades no rentables? ¿Deben desaparecer? ¿Deben ser subsidiadas por el gobierno? ¿Existe alguna alternativa?
¿Qué lugar tiene la dramaturgia en este mundo de comercios y comerciales?
Luego ni los derechos de autor quieren pagar los grupos. ¿Pero no sería mejor si no tuviéramos que cobrar derechos de autor? Que cualquiera pudiera hacer uso de las creaciones de los otros. Software libre. Creatividad y aguacate extra para todos, yo invito.
¿Cómo le hacemos?

 ¿A quién le importa cómo le hacemos?
Se supone que somos profesionales de la imaginación. Pero no logramos salir de los modelos que aprendimos en la escuelita, disciplinados y bien portaditos. Ustedes allá, yo acá, ustedes se callan yo hablo. Al final aplauden.
Nos dijeron que el teatro era una cosa así y asá, y nos conformamos con eso y lo repetimos ad nauseam.
El teatro vive encerrado en recintos oscuros, donde nadie se entera de su existencia más que un grupo de iniciados o distraídos. Recintos donde se consagra a sí mismo, aislado de su sentido: encontrarse con la gente para el entrenamiento imaginativo.
Cuando el teatro sale de su encierro y se encuentra con la gente las cosas cambian, pero casi nadie paga por eso. Y salir del encierro no significa poner una obra en una tarima, y hacer de cuenta que seguimos adentro del cajón oscuro. Significa salir al encuentro de la gente, hablarles de frente, mirarlos a los ojos, hacerlos cómplices del acontecimiento y, sobre todo, escuchar y generar espacios para lo que ellos tienen que decir, para lo que quisieran imaginar.
Tampoco quiero decir que haya que clausurar los edificios teatrales porque ya quedaron obsoletos. La caja negra es un recipiente precioso para la imaginación activa. Lo que sí quiero enfatizar es que al realizar un acto escénico, lo que importa no es lo que sucede en el escenario, no es la escenografía grandiosa o los vestuarios bonitos, no es la imagen tremenda o el efecto impactante, no es el virtuosismo del bailarín, la ejecución perfecta del músico o la actuación conmovedora del histrión. Todo eso son herramientas útiles según se las aplique;  lo importante es qué carajos ocurre en la imaginación de los que están presentes.
Si los artistas y espectadores están ahí confirmando lo que ya saben, repasando los lugares comunes que organizan y anestesian las voluntades, la imaginación no tiene mucho que hacer: se adormece aunque los ojos estén abiertos. Si los artistas y espectadores no entienden qué hacen ni por qué están ahí, si no hay una mínima legibilidad del acontecimiento que active las conexiones, la imaginación se va de paseo y no participa.
¿Pero a quién le importa ejercitar la imaginación?
¿Realmente lo necesitamos?
¿No basta con que unos pocos lo hagan de vez en cuando?
A la gente domesticada por el sistema, enajenada por el trabajo, oprimida por la miseria o por la violencia, a los sumergidos en la inmensidad de las ciudades, atascados en el tráfico, enjaulados en oficinas, en general, no les importan el teatro, ni la dramaturgia. Pero no porque no lo quieran, sino porque no es una opción en el horizonte de posibilidades, ni una lejana prioridad en la organización de su día a día.
Pero, pero, pero…
A los niños les importa.
A los jóvenes les importa, hasta que se burlan de ellos o los matan por dentro con una obra de Luis de Tavira.
A los adultos inadaptados les importa.
A los idiotas (en el buen sentido) les importa.
A los idiotas en el mal sentido (como el presidente, por ejemplo) no les importa.

¿Cómo le hacemos para existir sin dejar de hacer lo que hacemos, sin dejar de ser lo que somos?
¿Cómo le hacemos para que nos importe más y nos importe a todos?



Martín López Brie, 2017

miércoles, 16 de agosto de 2017

MALDITOS, LEPROSOS, MARGINALES

Asumamos la marginalidad del teatro.
Digamos “marginal” así como en telenovela, como lo diría Itati Cantoral.
Asumamos que algo así es la actitud del estado frente a nosotros los “marginales”, unos malditos lisiados que estorban y no sirven para hacer negocios.
Pensemos que somos una comunidad en resistencia permanente contra la espectacularización del mundo y de la vida.
Me refiero a ese espectáculo que convierte todo significado y toda simbolización en objeto de consumo. Es decir, consume el símbolo y deja en su lugar un vacío de sentido.
Una obra de consumo es una obra de satisfacción inmediata cuya experiencia se dispersa (consumida) al poco tiempo de haber ocurrido, no perdura en la experiencia de vida ni tiene un lugar importante en la memoria. 
Nos confirma lo que ya sabemos, eso sí, con mucha pirotecnia.
Pensemos de otra manera: imaginemos que esto que hacemos es un ritual profano que celebramos entre nosotros, una comunidad tocada por la poesía (esa que busca nombrar aquello que no puede decirse con palabras).
También le llaman “lo inefable”. Suena mamalón, suena trascendente, pero no nos dejemos confundir por eso.  Intentar hablar de lo que no se puede decir con palabras no es nada del otro mundo, sólo es un trabajo especializado. Y Ser “tocado” por la poesía no es como ser “elegido” por la divinidad, sino más bien como estar enfermo de símbolos y sentidos.
Nuestro principal acto de resistencia consiste en exigir la presencia del otro.
Buscar el encuentro por sobre el medio. La experiencia por sobre la significación.
Y eso significa también aceptar la diferencia por sobre la semejanza.
El mundo en el que vivimos apunta y dispara todas sus metrallas en otra dirección y con esas metrallas pretende exterminarnos.
Enfermos de símbolos y sentidos, somos desechables, como leprosos.
En el mejor de los casos, se nos confina al interior de edificios convenientes, diseñados para que no contagiemos más personas, para sacralizar el encuentro, para encadenarnos con protocolos: primera llamada, telón, segunda llamada, favor de apagar sus teléfonos celulares, tercera llamada, silencio, oscuridad, luces sobre la escena, callen a ese niño…
Y las dudas en torno al ritual: ¿Está bien si me río un poco? ¿Está mal si me duermo? ¿Soy una persona horrible si me salgo? ¿Soy el anticristo si interrumpo y les grito que me matan de aburrimiento? ¿Soy un terrorista si saboteo la función de otros para denunciar violaciones y abusos?
Encerrados en los leprosarios no nos damos cuenta de nuestra lenta extinción.  Nos olvidan de a poco, invisibles, innecesarios.
A duras penas la familia nos visita.
No me malentiendan. Me gustan esos leprosarios, ahí hay gente como yo, a la que le importan más o menos las mismas cosas.
Pero son lugares asépticos, sin contagio. Esa enfermedad del sentido no se reproduce. No hay pandemia. Si acaso unas gripitas pasajeras.
Y si probamos a escaparnos, otra vez las metrallas. Artillería pesada con nombres como “plan de negocios” “Emprendimientos culturales” “Beneficiarios directos” “Plan de medios” “Publicidad” “Marketing” y hasta peor… “¡Coaching!”
De solidaridad nada. ¿Comunidad? ¡Ni madres!
Víctimas de violación sistémica y tumultuaria, nos peleamos entre nosotros por un poco de vaselina.
¿Tiene algún sentido seguir haciendo esto?
Al parecer no. Pero estamos enfermos de sentido. Y la enfermedad es incurable.
Podemos apaciguar temporalmente este delirio con antipsicóticos, pero tarde o temprano vuelven los temblores y las alucinaciones.
Asumamos, pues, la marginalidad.
No queda entonces más remedio que organizar la resistencia.

Y lanzar escupitajos en busca de contagio. 

martes, 14 de marzo de 2017

ESTÉTICAS DE LA PRECARIEDAD Y ECONOMÍA DE LOS AFECTOS


Hace mucho tiempo escuché decir a Phillipe Amand, prestigioso diseñador de escenografías, que al diseñar una escenografía, vestuario o iluminación no debíamos preocuparnos por el presupuesto, sino por el discurso estético de la obra. Recuerdo que me quedé pensando sobre el caso mucho tiempo, porque eso parecía muy bonito al momento de desplegar la creatividad, de imaginar cosas bellísimas sobre el papel, pero en mi experiencia no correspondía con el día a día, porque siempre me había tocado diseñar iluminación y vestuario en proyectos con presupuestos ajustados, y no me sentía con la confianza de proponer cosas que no estuvieran al alcance. ¿Soy un mediocre porque siempre pienso chiquito? ¿Será que mi trabajo no trasciende porque no puedo pensar más allá de los pesitos que nos dan para producir esto? ¿Tengo que ser más exigente, más ambicioso, buscar proyectos más grandes, internacionales, de primer mundo? Algo me incomodaba del tema, pero no sabía muy bien qué era.

Ainadamar, escenografía de Phillipe Amand

Luego supe de una carta que había escrito Alejandro Luna sobre cómo la asignación de un presupuesto había determinado las condiciones estéticas de una obra. Y Pensé: Si Alejandro Luna, la figura más importante de la escenografía en México, acaso el que mejores condiciones de producción puede tener para realizar lo que se propone, pone el tema sobre la mesa, es que algo debe haber ahí. Algo que se me escapa.

Pensé que la práctica y algunas lecturas me aclararían un poco la confusión, aunque como suele suceder, acarrearon más preguntas que respuestas.

La primera fue sobre lo que llamamos el campo autónomo del arte. Ese lugar aparte, donde un artista desarrolla su labor de simbolizar el mundo, cuya única función es el goce estético. ¿Las condiciones económicas condicionan lo estético? Porque si es así, el campo autónomo no es en realidad autónomo. ¿Los temas sociales o políticos sólo son legítimos en el arte en tanto que generen goce estético?, ¿Qué pasa si dentro o alrededor de las obras se establecen relaciones políticas o modifican las condiciones sociales de alguna manera? ¿Qué pasa si la obra se propone generar esas relaciones, antes que diseñar y acomodar sus partes para producir un goce estético?

Algo que me empezó a resultar cada vez más evidente, fue que el modelo de producción no solamente condicionaba los resultados estéticos de un proyecto artístico, sino que muchas veces, jugaba en contra de los objetivos de los proyectos. Por ejemplo, cuando el modelo estético que se busca seguir es el de un director o compañía consagrada que admiramos, pero no contamos con las mismas condiciones de producción, necesariamente tendremos un resultado empobrecido. El tiempo de ensayo, el lugar para ensayar, la capacidad de prueba y error, colaboradores en cada área, especialistas para cada cosa, dinero para comprar lo necesario, tiempo para diseñar y planificar, dinero para pagarle a todos por su trabajo… todo eso condiciona el proceso y sus resultados. Si sólo contamos con fuerza de trabajo y muchas ganas, ¿a dónde podemos llegar? No dudo que muy lejos, pero difícilmente al mismo lugar que nuestro modelo.

Numancia, CNT. Foto: EFE
Pero otra pregunta surgía constantemente: ¿Por qué compañías o directores que en un momento, con pocos recursos, crearon obras que me parecían admirables, ahora que tienen más recursos y mejores condiciones de producción, producen obras que me parecen todas iguales, o al menos, similares y mucho menos interesantes que aquellas primeras? Muchas veces he notado en ellos un perfeccionamiento del oficio, al mismo tiempo que un empobrecimiento del… ¿Discurso? ¿Sentido?

Como si la precariedad obligara a activar ciertos mecanismos creativos que luego, al ser estabilizados por los sistemas de consagración, y tener por ello  mejores condiciones de producción, perdieran algún tipo de valor, algún tipo de potencia. ¿Acaso hay que estar medio muerto de hambre y atenazado por la incertidumbre para generar una escena viva, atravesada de pertinencia?

Los modelos de producción condicionan los procesos y los resultados. Pero hablar de “los” modelos es decir mucho. En realidad, sólo hay un modelo que se usa de manera generalizada: se consigue dinero (ya sea dinero público concursado o asignado a fondo perdido, o dinero privado considerado como inversión o mecenazgo) y se gestiona un espacio para la presentación (un teatro público, concursable, o un teatro privado, rentable) se hace un plan de trabajo y se ejecuta sobre un cronograma. En el mejor de los casos, se hace una numeralia con los alcances (imaginarios) del proyecto o con los resultados e impacto (maquillados) del mismo (si es un proyecto público, a nadie le importa que sea verdadero lo que se informa, bastará con que tenga buena cara para ponerle palomita a un reporte de oficina; si es un proyecto privado, lo que importa son las ganancias sobre la inversión original).

Mendoza, dir. Juan Carrillo
El modelo (que sigue siendo el mismo) se modifica sensiblemente cuando el grupo no tiene dinero pero están de necios con hacer el proyecto. Entonces la inversión inicial se convierte en recursos conseguidos como préstamo o donación, y la voluntad de los involucrados, su fuerza de trabajo se pone a servicio de la obra sin paga, con la esperanza de lograr un buen resultado y que de ahí se les retribuya algo del esfuerzo. Tanto préstamos y donaciones como voluntades tienen un alcance limitado, y condicionan el proceso por su misma materialidad.

Repitiendo un poco: El proceso está determinado por el modelo y las condiciones de producción; como el proceso condiciona los resultados estéticos de la obra, luego entonces los resultados dependen del modelo de producción. Cuando el modelo de producción es estable, produce resultados estables y similares. Me aventuro a suponer que es por eso (aunque no solo por eso), que las estéticas de los teatristas consagrados tienden a parecerse. Cuando el (mismo) modelo de producción es inestable, puede producir tanto resultados empobrecidos como hallazgos interesantes, pues las condiciones de precariedad e incertidumbre dinamizan el proceso y fuerzan soluciones más imaginativas.

El jardín de los cerezos, CNT Foto Marco Peláez
Al mismo tiempo, sucede que muchas veces, la dictaminación para asignar apoyos a producción concursables, así como la crítica de obras realizadas, aplican criterios atrofiados por el modelo de producción asumido como el normal. Se espera y se asume que el “buen teatro” sea de determinada manera. Así, una obra o proyecto es percibido como “malo” o “poco profesional” cuando su estética no corresponde a las estéticas asimiladas y facilitadas por el modelo de producción. Se entra pues, en un círculo vicioso y de estética endogámica, que, como suele pasar en familias incestuosas, produce hijos deformes o idiotas. Esta condición se reproduce en los procesos de enseñanza de las escuelas de teatro: se adiestra a los alumnos para apreciar como buenas ciertas estéticas que son resultantes del modelo de producción hegemónico vigente.

Esto establece también ciertas relaciones de poder en torno al modelo y la estética. Aquellos que se ajustan a este modelo, tienen la oportunidad de ser considerados tanto en programaciones y estímulos a la creación como en inversiones de capital privado.

Aclaración: No quiero decir con esto que exista una manera “pura” y no corrompida de producir en oposición a una manera “impura” o viciosa que ejecutan las personas perversas que detentan el poder. Ciertamente, las condiciones son flexibles en muchos sentidos, y permiten tanto conductas perversas como encuentros afortunados; las personas se ven implicadas como sujetos y su ética de trabajo así como sus convicciones también se ven involucradas en el proceso, lo cual es un factor que puede modificar mucho los resultados. Pero lo que me interesa señalar aquí es lo que veo con respecto a cómo las tendencias estéticas y políticas se articulan en torno a este modelo de producción.

Tengo la impresión de que el modelo funciona justamente por aquello que queda afuera de los calendarios, las rutas críticas, los presupuestos y los planes de producción: funciona por la voluntad y la implicación de las personas. Funciona a pesar de sus propias condiciones. Incluso en las producciones con mejores condiciones, incluso en la compañía nacional de teatro o en teatro UNAM, el modelo funciona por una mística que supone que el teatro es un lugar de excepción, una lugar de sacrificio y entrega donde si nos volcamos a nuestra labor con vehemencia y delirio, algún día podremos ser canonizados. Funciona porque nos contamos una ficción donde nuestro esfuerzo se convierte en arte, y el arte nos salva y nos redime de alguna manera.

El principal factor para que el teatro suceda es entonces el deseo que tienen los que lo hacen, de que así suceda. ¿Cómo se contabiliza eso en términos de fuerza de trabajo? ¿Cómo se mide esta voluntad de los involucrados? ¿Cómo se calcula su empuje y consecuencias en el resultado? Retomaré esto más adelante.

Ahora bien, los grupos independientes que trabajan con pocos o ningún recurso dependen completamente del deseo de los involucrados: esa misteriosa necesidad que los pone en movimiento y los mantiene en la ruta de hacer una obra de teatro.

Encuentros Secretos, de la Compañía Opcional
Si se sustituyen los recursos en moneda por otro tipo de recursos, se modifican entonces las condiciones de producción, el proceso y los resultados, aunque el modelo de producción siga siendo más o menos el mismo. Mientras más radical (o pobre) sea una obra en este sentido, más diferencias encontrará en el proceso. Así, la inversión de “capital humano”, como fuerza de trabajo voluntario (las razones del voluntariado pueden ser muy diversas), aportaciones solidarias, donaciones en especie, préstamos e intercambios, ofrecen alternativas a la moneda.

Aun así, el trabajo invertido debería (al menos en teoría) retribuirse con algo más que la satisfacción de expresarse frente al público. La economía de una obra no será saludable mientras no exista una equivalencia entre trabajo invertido y beneficio (material) obtenido, es decir, que en términos económicos, la mayoría de las obras (¿80%, 90%, 95%?) independientemente de su calidad no gozan de buena salud.

Los intercambios de trabajo por trabajo como estrategia para reducir los costos de una producción pueden ser muy útiles, siempre y cuando las lealtades entre los socios lo permitan. Normalmente, estos intercambios no se hacen bajo la protección de un contrato, así es que la palabra dada y la confianza son elementos fundamentales para llevarlos adelante (por otro lado, tampoco se firman contratos en la mayoría de los proyectos de teatro independiente, y en el caso de los proyectos institucionales, los contratos llegan casi siempre cuando el trabajo ya fue hecho, por lo que la confianza también es importante, aunque frecuentemente es sustituida por valores más dudosos: la esperanza o la desesperación).

Intercambiar, por ejemplo,  un trabajo de creación dramatúrgica por uno de creación coreográfica es un buen trato, pues ambos creadores consiguen para sus respectivos proyectos algo que de otra manera hubiera resultado incosteable en condiciones austeras de producción. El problema es que para ambos, el trabajo se duplica, teniendo que trabajar en el proyecto propio y en el proyecto con el cual realizaron el intercambio. Este esquema solo resulta si el proyecto propio tiene la suficiente proyección y vida como para retribuir el esfuerzo, lo cual suele ser la excepción y no la regla.

A esto se suma la dificultad para conseguir infraestructura que permita el trabajo. Salones de ensayo, bodegas de escenografía, utilería y vestuario, foros para presentar las obras, equipo técnico adecuado, son carencias comunes cuando la producción se realiza por fuera de la cobertura institucional y sin recursos monetarios.

Los subsidios a la producción y las becas para creación inyectan oxígeno a la precariedad imperante, pero al tratarse de apoyos esporádicos, con un fondo insuficiente para atender la demanda de los creadores, repartidos de manera inequitativa entre los solicitantes,  ese oxígeno no sirve para aliviar la respiración del gremio, sino solamente para sostener a una élite de creadores (algunos meritorios, otros no) que han invertido no solamente en su trabajo artístico, sino en relaciones de conveniencia con aquellos que suelen conformar los jurados.

Otro tanto puede decirse de los espacios escénicos establecidos, principalmente los administrados por el estado, cuyos mecanismos de programación reproducen el esquema consagratorio de las becas al momento de revisar proyectos: un cuerpo colegiado de “reconocidos” artistas elige cuáles son los proyectos “dignos” o “meritorios” para obtener los beneficios de presentarse en un espacio sin pagar renta ni técnicos ni difusión, y a veces, hasta de contar con un apoyo económico.

Intervención escénica en el festival La Bestia
Aún con todas las carencias y obstáculos antes mencionados, en el terreno de la crítica se le exige a las compañías independientes que tengan resultados artísticos del mismo nivel de aquellas que cuentan con mucho mejores condiciones laborales y de producción. De estas desigualdades surgen la mayoría de los rencores que mantienen dividida a la comunidad en “clases sociales” que entran en lucha en la disputa por mejores condiciones de vida, trabajo y reconocimiento.

Y, para no dejar fuera de este diagnóstico un mal común padecido en todos los niveles, hay que mencionar ese terrible momento de planear ensayos con las agendas en la mano, que se ha convertido en la pesadilla de cualquier proceso. Los actores (pero también dramaturgos, directores, escenógrafos, productores, etc) tienen agendas saturadas porque la precariedad los obliga a enrolarse simultáneamente en muchos proyectos, además de buscar un trabajo estable que les provea de lo mínimo para vivir; estos trabajos suelen ser clases en escuelas de todos los niveles, así como puestos de oficina, pero también taxis, comercio informal, ventas de productos por catálogo y, para los embaucados o embaucadores, flores de la abundancia, telares de bendiciones o como quiera que se llame la siguiente pirámide de estafas.

Todo ello desemboca en que el tiempo de trabajo en la obra está condicionado, empobrecido y obstaculizado por las condiciones materiales de la vida de los creadores. Se trabaja mucho y al mismo tiempo muy poco. ¿Y los resultados? Obras mediocres no por falta de talento, sino por las condiciones de vida y de producción que nos ofrece el sistema en el que estamos inmersos.

El Séptimo Urbano, de La Fulana Teatro en  el festival TFM
Y aún así, con todo esto formando un pantanal, las estéticas de la precariedad proveen de cuando en cuando de hallazgos escénicos y experiencias afortunadas. Incluso me atrevo a decir que no es raro encontrar más vida en el teatro llanero que en las obras auspiciadas por instituciones. Peter Brook, que como todos saben, además de director era médium y vidente, describió en su librito de 1968 “El espacio vacío” las producciones de la Compañía Nacional de Teatro, cuando señala: “…un adecuado grado de aburrimiento supone una tranquilizadora garantía de que el acontecimiento es digno de mérito”.

En medio de esta crisis, apenas perceptible, se desarrolla una economía paralela, invisible, pero gracias a la cual se sostiene en pie la creación escénica. La economía de los afectos que se ponen en juego en los procesos de producción de las obras.

Por un lado, un deseo que impulsa y moviliza las acciones, justifica el trabajo aunque no sea bien pagado, porque hay en los artistas un tensor vibrando por debajo de la línea de flotación de la lógica del mercado. Eso que llamamos “la necesidad de expresarnos” es una afectación que nos impulsa a resistirnos a un trabajo estable y remunerado para retozar en la incertidumbre del trabajo artístico. Y esta afectación permite que seamos comprometidos y solidarios con proyectos de dudosos beneficios. Elegimos creer que vamos a ganar algo de los ingresos por taquilla, aunque todas las estadísticas y experiencias anteriores demuestren lo contario. Elegimos endeudarnos y “a ver cómo le hacemos” porque intuimos que en la hoja de Excel con gastos y ganancias hay algo cualitativo que se quedó afuera.

Nuestros cuerpos son atravesados por el goce de hacer lo que hacemos. ¿Eso se incluye en la numeralia de los informes? No que lo haya visto, y sin embargo es uno de los principales motores que mantienen en movimiento no solo al gremio de artes escénicas, sino a toda la creación artística. Y es también la principal razón porque que aceptamos que no nos paguen, con tal de hacerlo.

Bola de Carne, en el festival TFM
Muchas veces organizamos una compañía teatral a partir de las simpatías con otros compañeros. Trabajamos siempre en equipo y establecemos redes de afectos y colaboraciones que se extienden y se complican con el paso del tiempo. Una inmensa cantidad de lo que hacemos lo hacemos por razones diferentes a la paga o la conquista de posiciones. Razones no razonadas. Apuestas intuitivas.
Para bien o para mal.

Amores y odios, simpatías y antipatías, filias y fobias, embriagueces y sobriedades, lealtades y traiciones condicionan los procesos de trabajo; los modelos de producción se descomponen todo el tiempo por la interferencia de estos factores no contabilizados (ni contabilizables).

La frase “Un profesional no se involucra con asuntos personales” es falsa. Todo es personal. Y mientras menos dinero, mientras mayor es la precarización del gremio, esto se vuelve más cierto y más urgente.

¿Se puede hacer algo con esto? ¿Es posible organizarlo?

Sí, si asumimos que “organizarnos” no es ponernos de acuerdo sobre algo, sino actuar en torno a una percepción común. Esta puede ser una urgencia física, material, o una ficción aglutinante. (Ojo, hay ficciones aglutinantes como la patria, el partido, la bandera o Dios que suelen ser muy nocivas)

Quisiera entonces proponer un ejercicio de imaginación. La proyección de un futuro posible.

¿Qué pasaría?
1.    ¿Qué pasaría si se protege lo mínimo necesario para la vida de los artistas (y ojalá que de todas las personas)?: casa, comida, salud. Una cobertura básica de las necesidades humanas, de modo que sea cual sea el trabajo realizado, esto no falte.
2.    ¿Y si además Se ofrece infraestructura para la realización de obras?: salones de ensayo, bodegas de vestuario y escenografía, talleres de realización, etc.
3.    ¿Y si también se incentivan y protegen desde la ley las actividades económicas asociadas al arte?
4.    ¿Y si se suma que las agencias de publicidad y promoción paguen impuestos en especie realizando campañas para artistas?
5.    ¿Y si todos estos beneficios, estímulos, becas, se reparten de manera equitativa sin importar la calidad “artística” de los proyectos, solo atendiendo a su viabilidad?

Tómese en cuenta lo que podría movilizarse con estas condiciones si se cruzan con la red de afectos antes mencionada.

Las utopías tienen mala prensa por no ser realistas. Pero también son esas ficciones aglutinantes las que pueden movilizar las voluntades.


Quién sabe.