lunes, 7 de octubre de 2019

JOKER y el malestar del mundo.



1. Se supone, porque lo han repetido mucho, que el Joker de los comics es la encarnación del caos, aunque esa es una lectura relativamente reciente, pues la idea original era la de un psicópata homicida bufonesco que luego derivó en un ladrón travieso (por imposición del código que censuraba los cómics en los 60´s y 70´s). En el cine apenas  vimos esta idea del caos en la interpretación de Ledger-Nolan. Sin embargo, tal perspectiva simbólica o alegórica no es lo esencial de este personaje icónico. Lo esencial son el delirio y la burla con los que se enfrenta a la sociedad y en especial a su archienemigo, Batman, situado en las antípodas de la conducta humana. Delirio y caos no son, ni de lejos, la misma cosa. La apuesta de Phillips-Phoenix se apega más al origen, y retoma algo que se había descartado en el canon de DC: elaborar los antecedentes. Explicar cómo y por qué alguien termina siendo un maniaco multihomicida. El riesgo: justificar la existencia del monstruo (justificación innecesaria en el universo narrativo de Batman. ¿Pero es innecesaria en el universo narrativo de Joker?) La película ofrece, de entrada, un cambio de perspectiva: vamos a ver desde abajo, desde el villano (el nombre con el que los nobles designaban a los aldeanos de las villas, rústicos, ignorantes, propensos a la delincuencia, incapaces de sofisticación) Esta inversión es un gran acierto, porque de ella emergen todas las cosas que no vemos desde la perspectiva del justiciero, pero que sabemos que están ahí aunque se mantengan invisibles en el cómic. Y lo sabemos porque las vemos o sufrimos en el mundo cotidiano.

    2. En este filme, la degradación social de Ciudad Gótica no es resultado del caos o de individuos corruptos que inducen a otros a cometer delitos, sino de la gestión de una clase dominante, que es sostenida por un sistema diseñado para beneficiarlos solo a ellos. Es, como en la novela gótica del siglo XIX, la sociedad decadente que crea e invoca a su monstruo. Y es que la mayor cantidad de violencia que se ve en la película es violencia sistémica, esa que normalmente nos regatean en el cine de superhéroes.  Casi toda la violencia que aparece, la recibe Arthur Fleck, un pobre diablo con una condición mental frágil, víctima de abuso, que se siente invisible, insignificante, pero que sabe que es especial, sabe que las cosas deberían ser diferentes. Es el lumpen  sin conciencia de clase, que no advierte la explotación del sistema, pero sí percibe la injusticia, ansioso de ocupar un lugar de reconocimiento y aceptación que todos le escatiman.
   3. Al principio, quizás con demasiada redundancia, se nos presenta a un hombre con una identidad pulverizada, necesitado, ansioso de atención y afecto y víctima de sus iguales, que reproducen contra él la crueldad que les enseña el sistema. Un hombre que de a poco va encontrando en la violencia una salida para su ansiedad disfuncional. Al mismo tiempo, conocemos a un Thomas Wayne representando a la clase dominante, sin un ápice de empatía, incapaz de entender el problema al que se enfrenta, y cuya única solución es acumular más poder (él) presentándose a las elecciones para alcalde. Nunca habíamos visto así al padre de Bruce Wayne, porque nunca habíamos visto desde los ojos de Joker (y no es que no se haya mencionado en comics, pero nunca lo habíamos VISTO)
   4.  Hasta que descubre su pasado. O parte de él, y acepta que el asesinato es lo único que lo satisface. “Todos mis pensamientos son negativos” le dice a la trabajadora social que siempre le hace las mismas preguntas, pero no lo escucha. “Nunca he tenido un momento feliz en la vida” le dice a su madre, que lo llama Happy, antes de matarla, mientras todavía su psique busca un asidero de afecto que lo contenga. Pero no. Sin quererlo, desata una protesta social contra los ricos, donde abundan máscaras de payaso, y se ve reflejado en esa rebeldía que no entiende. Deja las medicinas y su mente se aclara. Siempre sube una escalera, derrotado, hasta que la desciende bailando, vestido como Joker. La escema de la escalera es genial no por la metáfora obvia, sino por todo lo que aparece ahí que no se puede nombrar, eso que sentimos que está bien y todo eso que sentimos que está mal, porque para ese momento han logrado colocarnos del lado del tipo más culero del universo DC. Y baila. ¿Es un baile festivo? ¿Es un baile triste? ¿Baila bien? ¿Baila mal? ¿es a propósito? Y de pronto da miedo. Convierte la derrota en potencia. Le ha llegado la hora de subvertir la violencia sistémica para atacar el sistema con una violencia demencial. Con esa falsa alegría que se nos quiso imponer como mandato. Con esa burla con la que siempre lo castigaron. El goce con el absurdo y el sin sentido de la vida. No el caos, no es lo mismo.

    5.  El único lugar donde le prestan atención al payaso que aspira a comediante es en un show televisado, para burlarse de él (otra vez). Pero para ese momento él ya se ha dado cuenta de cuál puede ser su lugar en el mundo. Ha decidido suicidarse frente a las cámaras para hacer algo notable una vez en su vida. Y entonces viene el juego de estatus brillante que se despliega en el programa, donde todos creen que el pobre diablo está muy por debajo, pero no saben que está muy por encima de su percepción alienada de la realidad. El cambio de decisión sobre suicidarse (predecible, pero no por eso menos brillante) para asesinar al presentador que era su ídolo, una suerte de patética figura paterna, es un giro magistral con el que consuma su bautismo de sangre mediático, donde descubre que ahí, en el espectáculo de la violencia, está su destino, que es el rostro de la sociedad capitalista que ignora o destruye a sus ciudadanos en pro de las apariencias: un rostro con pintura de payaso, vacío, delirante y burlón. El crimen mediático como única salida para conseguir identidad. (nada nuevo, pero sí muy vigente)
     6. Y todo funciona gracias a la genialidad y el trabajo intenso del actor. Phoenix nos hace sentir piedad, repulsión, ternura, compasión, emoción y miedo. Por partes y todo junto. Queremos que se vengue, pero no queremos que se vengue. Queremos que se salve pero gozamos que se condene. Sabemos que lo que sigue está mal pero lo sabemos inevitable, pues ocurre por necesidad (aristóteles dixit), porque sabemos que lo que hay también está mal y ha gestado su condena.

       7.  Y pese a todas estas virtudes, la película se queda corta en su escenificación de la protesta social que desencadena el primer asesinato de Arthur: unos juniors acosadores y abusivos que molestaban a una mujer en el metro. Y es que en un principio no se plantean como simples disturbios, sino como un movimiento antisistema. Ahí le sale lo gringo al director-guionista, que al igual que Thomas Wayne, no es capaz de ver las potencias y las afirmaciones de vida que pululan en la desobediencia civil, en las manifestaciones, en las acampadas, en los plantones. No aparece la gente ayudándose a nada, nadie hace preguntas, nadie organiza brigadas, nadie cuida de los otros (todo eso sí pasa en cualquier protesta estándar) Solo se retrata el hartazgo y la violencia callejera que va in crescendo. Y es en ellos, en los indignados devenidos en vándalos, que el personaje, transformado, encuentra la atención y la admiración que ansiaba. Encuentra su plenitud en esa violencia delirante y burlona, sin sentido y sin futuro (mas no por eso inexplicable) que es la esencia del personaje. Como elaboración de un discurso se queda corto, pero nos entrega imágenes magistrales. 
     8.  La película no desarrolla una reflexión sobre la sociedad que no hayamos visto antes en cine ni mucho menos que no hayamos leído en ensayos o artículos o noticias. No va por ahí la cosa. Lo relevante es que es una cinta comercial, pensada para circular por circuitos mainstream, con un aparato de publicidad brutal, cuyo contenido es, por lo menos, incómodo para el gringo promedio. Y es un parteaguas en el cine de cómics y superhéroes como lo fueron para las historietas las publicaciones de DC Vértigo, con Killing Joke y Arkham Asylum, por mencionar algunas. Y no, estrictamente, no es cine de superhéroes. El género de superhéroes es otra cosa que no tiene nada que ver con esto. Solo tomaron al personaje prestado para desarrollar su tema, porque era el personaje más indicado para hacerlo.
9. Ultima reflexión: Hay una insistencia malsana e idiota en los gringos en equipar anarquía con caos. La anarquía, como movimiento social, como ideología, es lo opuesto al caos, pero o no entienden, o se esfuerzan mucho por cambiar el sentido de los términos, como lograron hacer con la palabra democracia. 

martes, 23 de abril de 2019

El mercado como enemigo de los imaginarios artísticos.


Empiezo con una cita larga.

Creo que todos, recordando nuestra infancia, recordaremos esa facilidad para jugar que teníamos. Uno estaba “disponible” al juego, y nutría el imaginario fácilmente. Una sombra, una forma, una escena, una palabra desconocida parecían crear alrededor de uno una especie de suspenso, un vacío, que uno llenaba con sus historias. Y estaban, además, los “imaginarios prestados”, un juguete, láminas, figuritas, cuentos, las fiestas, el cine, las historietas, los lápices de colores. En esta fantasía de disponibilidad total que tenía uno en la infancia, no parecía haber coto alguno para el juego. En el juego podía entrar todo, siempre y cuando uno tuviera “tiempo para jugar” y un “lugar” donde poner al juego, un espacio poético… Uno decía “me voy a jugar” y uno sabía que entraba a un sitio donde uno era más uno mismo que nunca y el tiempo tenía otra calidad, era tiempo de otra clase.
…Las sombras, las escenas o los enigmas con que uno empieza a nutrir su imaginario pueden variar mucho según la vida que uno lleve.
En cambio los imaginarios prestados que uno va acarreando a su espacio poético, y que le sirven de materiales de construcción para abrir nuevas brechas, no parecen variar tanto en nuestro tiempo. Incluso parece variar mucho menos que antes. El mercado los ha homologado.
…Los proveedores de imaginarios son hoy unos pocos… Solo algunos niños, muy pocos, tienen alguna ocasión de frecuentar otras formas de imaginarios: poesía, novelas y cuentos, anécdotas familiares, mitos y leyendas vivos, cuadros, libros de imágenes, cine, música, teatro. Para la mayor parte de los niños, la variedad de los “imaginarios prestados” que están a su alcance es mínima.
…¿No se terminará por anestesiar en los niños la posibilidad de entrar a otros imaginarios más variados, más ricos y, en última instancia, su capacidad de jugar? ¿No se les estará escamoteando el enigma? ¿No se les estará apelmazando la frontera indómita?
Hay que tener en cuenta que estos imaginarios masivos son, en su mayoría, muy rígidos y, además, muy invasores, puesto que el mercado tiende a invadir todas las áreas de la cultura con el mismo producto (de eso se trata si se busca el rédito: de vender mucho de lo mismo). Y si el “imaginario oficial” del mercado lo ocupa todo ¿quedará algún sitio para ejercer la construcción del espacio poético propio, del imaginario personal, que siempre es, por así decir, “artesanal” y privado?[1]



Siguiendo con esta reflexión, si el arte cumple con alguna función social, esa es precisamente la de diversificar los imaginarios.
Y no es poca cosa, porque son los imaginarios los laboratorios donde comienza la transformación de la sociedad: Si podemos imaginarnos el cambio, el cambio empieza a suceder. Mientras que los imaginarios masivos estabilizan nuestros deseos, los imaginarios diversos los inquietan y entran en tensión. Son la antítesis marginal y periférica que genera movimiento, son el fuego heraclitano que activa, en el conflicto, la razón y la palabra. 

Una política pública en torno a las artes debe partir del entendimiento que las artes están ahí para enrarecer las cosas, cuestionar lo que damos por bueno y por supuesto, para mirar de manera divergente y disonante ese conjunto de ficciones que llamamos realidad. Y no olvidar: el asombro ante lo bello o la técnica, ante lo sorpresivo o inesperado, ante lo repugnante o lo terrible o ante un pensamiento que aparece al relacionarse con la obra es parte de esto mismo.

En la actualidad, en el mundo, podemos encontrar tres modelos de política pública para las artes: 1. El modelo de financiamiento privado, que apuesta porque el sector empresarial aporte donaciones a los proyectos artísticos que considere relevantes, donde el papel del estado es dar facilidades e incentivos a las empresas para estimular la donación o inversión en artes. 2. El modelo de financiamiento público, que apuesta por el subsidio directo a los proyectos artísticos que el estado considera relevantes, donde se invierte a fondo perdido para que las artes existan y estén al alcance de los ciudadanos. 3. El modelo mixto, que intenta combinar los dos anteriores.

En el modelo de financiamiento privado, el riesgo está, por un lado, en que son las empresas las que deciden qué discursos convienen, y no se sentirán atraídas a invertir en obras incómodas; y por otro lado, en que se deje en manos del mercado la subsistencia de los discursos artísticos, condenando aquellos que por falta de ventas no alcancen los números negros. En el modelo de financiamiento público, el riesgo está en la intervención del discurso oficial en los discursos artísticos, censurando todo aquello que no responda a los programas de gobierno. El modelo mixto comparte ambos riesgos, sin ofrecer mejores condiciones.

Cualquier “modelo mixto” tendría que partir de la garantía de dar sin recibir. Aportar al arte sin esperar otra cosa que disrupciones y terremotos conceptuales. Porque esa es precisamente su función social: inquietar, estremecer, preguntar sin interrogaciones; pero también sorprender y divertir, en el sentido etimológico de di-vertere (separar y dar la vuelta).

Y con esto no quiero decir que toda expresión artística tiene la obligación de cumplir con estas condiciones, pero es en estas condiciones donde encuentra su función social; no quiero decir que el arte tiene que ser de una manera, sino todo lo contrario, que mientras más diverso sea, mejor cumplirá su objetivo en la sociedad.

Las políticas públicas que apuestan por la autorregulación del mercado del arte, favorecen la estandarización y la homologación de los discursos, siempre en aras de alcanzar más público, más ventas, mejores números. En el caso del teatro, se sacrifican contenidos en busca de mayor alcance, se sacrifica profundidad porque los clichés y estereotipos venden mejor, se elige una estrella de televisión o un youtuber, o un influencer, en lugar de un buen actor, con tal de vender boletos, se sacrifican días y horas de ensayo porque cuesta mucho y hay que producir rápido, se gasta más en escenografías vistosas y en publicidad que en el tiempo de creación de la obra. El resultado son obras bien producidas, envueltas en el llamativo celofán del marketing, pero demasiado similares entre sí, sin posibilidad de asombro o incomodidad, vacías de sentido y en el mejor de los casos, con algún contenido supuestamente controversial previamente digerido y asimilado por la corrección política.  

En el modelo de efiteatro, por ejemplo, las obras raras, las obras de imaginarios indómitos, las obras que no saben a dónde van, las obras que requieren incertidumbre y experimentación, no tienen lugar por la simple razón del formato de aplicación y del filtro estético que implica conseguir un aportante o un bróker que entienda el sentido del proyecto. Se exigen garantías, tiempos, presupuestos. Todo cuadrado en una tabla de Excel. Ese modelo de aportación de la iniciativa privada no ayuda a diversificar los imaginarios, sino que los domestica, los contiene, los instrumentaliza.

Creo que el mejor modelo es, sin lugar a dudas, el modelo de financiamiento público, a condición de cuidar muy de cerca la libertad e independencia de los contenidos del arte. Pero además, creo que dentro de este modelo, las políticas deberían enfocarse en garantizar el trabajo permanente, digno y obviamente remunerado para los artistas, más que en apoyos esporádicos y efímeros. Si una política pública se concentra en las condiciones de vida de los artistas, será más fácil que el arte encuentre su cauce natural hacia la ciudadanía. Hay que concentrarnos, pues, en las condiciones laborales, mucho más que en becas o subsidios pasajeros.


[1] Graciela Montes, Buscar indicios, construir sentido, de la consigna al enigma. Pgs. 61-65 ed. Frontera, Bogotá.


viernes, 11 de enero de 2019

EL HILO DE ARIADNA Y EL CAMBIO POSIBLE


Apuntes apurados sobre el 3er Congreso Nacional de Teatro

Ante las urgencias y las demandas de justicia laboral y atendiendo a la petición de creadores teatrales, en 2015 la Coordinación Nacional de Teatro abrió un espacio para la reflexión y la discusión de los problemas comunes: el Congreso Nacional de Teatro, que ha ido creciendo cada año. Para el 3er Congreso, realizado en mayo de 2018, hubo representantes de todas las entidades, ejes temáticos a trabajar, ponencias, presentación de proyectos y laboratorios de trabajo. Un admirable ejemplo de organización dentro de un gremio casi siempre fragmentado y desarticulado, que condujeron de manera ejemplar Ana Francis Mor, Bryant Caballero, Micaela Gramajo, Aristeo Mora y Eloy Hernández.
Y es que hasta hace poco, si había que negociar por alguna mejora de las condiciones, tenían que hacerlo directamente las figuras consagradas del gremio, en directo con los funcionarios de turno, casi siempre en privado y haciendo uso de sus magros prestigios para presionar.
La urgencia de nuevas prácticas políticas al interior del gremio están impulsando modelos más incluyentes y abriendo espacios para que muchas más voces sean escuchadas. Lentamente, pero con paso firme, una fuerza colectiva se va formando entre nosotros. La fuerza colectiva no surge del acuerdo, sino de la capacidad para trabajar juntos incluso en desacuerdo, organizando las diferencias, escuchando, pensando juntos y aceptando la mirada del otro como algo valioso.
Sobre todo fue muy valioso contrastar las experiencias comunitarias de algunos estados con las preocupaciones económicas de las capitales, tomar conciencia de que México tiene muchas realidades teatrales y corroborar que solo unas pocas de esas realidades tienen acceso a las oficinas de los funcionarios que deciden las políticas y asignan los presupuestos.
Dos ejemplos que dan muestra de la diversidad:
Por un lado, Samuel Sosa, en representación de RECIO (Red de Espacios Culturales Independientes Organizados) afirmó, refiriéndose a la necesidad de una legislación para el teatro: “Creemos que en un país como el nuestro, menos regulación implica mayor productividad” y también: “…temas fundamentales de ética y buenas prácticas, como lo pueden ser los tabuladores o los horarios de trabajo, (deben) ser regulados por el mismo mercado” Lo que pone ante nuestros ojos la perspectiva sobre la política laboral que se quiere impulsar desde esta organización.
Por otro lado, el testimonio de Sandra Ivette García Sánchez, de Tabasco, representando al grupo de teatro estatal comunitario “El hilo de Ariadna” sirve para poner en perspectiva la urgencia de prácticas artísticas como opción para las y los jóvenes de todo el país al referir cómo, trabajando sobre La casa de Bernarda Alba: “…Cuando hicimos la revisión de las circunstancias culturales que permitían la opresión de las mujeres en la pieza de García Lorca, comparándolas con lo que vivimos en Soyataco, las mujeres no fuimos capaces de abordar estas situaciones sin sentirnos aplastadas y agobiadas… Fue un momento de memoria y análisis que puso ante el grupo las prácticas violentas, opresoras y humillantes que por sistemáticas y reiteradas terminan siendo normales para nosotras”. Ella misma refirió el caso de una compañera que, precisamente por sentirse rebasada por estas prácticas opresoras, no encontró otra salida más que quitarse la vida. El teatro, para ellas, es un espacio de encuentro vital, de cuidado mutuo, identidad y construcción de sentido.
Ojalá el Congreso de teatro al menos nos facilite reconocer, fortalecer y reproducir este tipo de prácticas, por el bien de todas.

MARTÍN LÓPEZ BRIE
Artículo publicado en la revista Paso de Gato, en 2018

UN PUÑADO DE CINCO LOCOS

Toma simbólica de CONACULTA, Asamblea de la Comunidad Artística, 2015

“En las redes sociales somos un chingo. Cuando se trata de poner el cuerpo, solo llegamos cinco locos”.
No recuerdo quién lo dijo, en el contexto de la protesta frente a la secretaría de cultura ante la amenaza de un recorte (otro) de presupuesto y la desaparición de programas que dejarían a los estados del país sin recursos para apoyar la cultura. Cinco locos que ponen el cuerpo para defender la cultura frente a la rapiña institucionalizada.


La frase citada viene a cuento porque en los tiempos recientes se han llevado a cabo una serie de protestas y acciones por parte de la comunidad teatral en respuesta a situaciones inadmisibles desde el punto de vista de los artistas, de las cuales la siguiente lista es un resumen necesariamente incompleto:
-          Dispendio millonario en un espectáculo del circo del sol para promover la imagen (marca) de México en el mundo.
-          Retraso constante en pagos por servicios prestados, por parte de la extinta CONACULTA
-          Situación laboral precaria y dificultades para obtener seguridad social.
-          Recortes presupuestales escandalosos a los programas sustantivos de la nueva Secretaría de Cultura.
-          Nepotismo, dispendio, opacidad y corrupción en la Compañía Nacional de Teatro.  
-          Gastos de parte del FONCA en programas de exiguos resultados como el Encuentro de Artes Escénicas al mismo tiempo que la desaparición de programas útiles más concretos como Rutas Escénicas (que apoyaba a grupos para realizar giras artísticas).
-          Jurados del FONCA que otorgan beca a sus alumnos aunque no tengan trayectorias destacables…
-          Etc.
Y el síntoma recurrente es que en las redes sociales estos temas causan gran revuelo y tremenda indignación, pero a la hora de hacer presencia en la calle o en las oficinas para exigir cuentas, solo acudimos unos pocos. ¿Tiene algún sentido hacer esto? Es la pregunta que se repite cada vez que nos vemos los mismos otra vez protestando por lo mismo.
La respuesta dependerá de la perspectiva que se tome al respecto. Cada perspectiva tiene un matiz diferente según se miren los problemas que detonan la protesta.
Clausura simbólica de la Secretaría de Cultura y varios institutos en todo el país. Nov. 2016


    1.       El problema del mando

¿A quién responden los encargados de la cultura en el país?
Se supone que son servidores públicos, y esto significa que trabajan para nosotros, los ciudadanos. ¿Podemos despedirlos si son ineficientes? No. A menos que sigamos un camino: hacer un escándalo mayúsculo cuyo costo político obligue a la renuncia de alguno de ellos (Y con esta perspectiva, la protesta virtual y la acción in situ cobran algo de sentido)
Siendo servidores públicos no responden a nuestras necesidades sino a una agenda política y económica trasnacional que es enemiga frontal del bienestar de la gente y la naturaleza.  Responden a contingencias y coyunturas de la política de alto nivel, de los presupuestos de la Secretaría de Hacienda, principalmente. Hacienda, pues, define la política cultural del país, y organismos financieros internacionales definen la política de Hacienda: FMI, Banco Mundial, y demás cabezas ponzoñosas del endriago neoliberal. En resumen, la política cultural del estado mexicano no tiene nada que ver con la cultura de México. (Y ante esta perspectiva, la protesta recurrente parece inútil, pues no tiene posibilidades de modificar esta condición)

     2.       El problema de las “buenas intenciones”

Hemos vivido en un estado asesino, terrorista, y además ineficiente, donde sus perpetradores mandan sobre los funcionarios de cultura, y estos últimos, que quieren conservar la chamba, obedecen con la excusa de que están ahí para evitar cosas peores, para conservar algo en medio del saqueo.
Qué nobleza.
Protesta en el Congreso de la Unión por el recorte a cultura en el PEF 2019

Y no es que dudemos de las buenas intenciones de los servidores públicos de la cultura (bueno, tal vez sí dudamos de algunos) si no que ese acto de heroísmo tiene un alcance pírrico en las cuestiones sustantivas. Los mejores logros alcanzados por estos dignos adalides de la comunidad son reformitas a cuestiones muy menores: unos pesitos más para tal proyecto; que no desaparezca un programa en vías de extinción; menos dinero para subsidios; pero hay que celebrar que aún haya algo de dinero, nos dicen. (Y ante esta perspectiva parece que hacemos daño en lugar de ayudar a los susodichos para que nos protejan y juntos defendamos el Teatro, así con T mayúscula).
Qué bueno que existan funcionarios dispuestos a defender lo poco que nos queda desde adentro, pero mientras la situación laboral de los artistas no mejore, los esfuerzos “desde adentro” son igual a casi nada.

    3.       El problema del emprendimiento

La única política cultural reconocible y mundialmente difundida, es la de impulsar los emprendimientos culturales y las industrias creativas. Se impulsa un modelo en el que el artista debe volverse un empresario de su arte, siguiendo una serie de procedimientos para encontrar su nicho, su “área de oportunidad”, reconociendo un público específico (entendido más como consumidor de lo que se ofrece). El objetivo es, en teoría, hacer la actividad artística algo rentable siguiendo el camino de las empresas de éxito y la lógica de la mercadotecnia.
En esencia, lo que se promueve con esta visión es que el artista se convierta en un explotador y promotor de sí mismo. Y si no consigue el éxito, es su culpa, por no esforzarse lo suficiente, por no desarrollar habilidades sociales, por no instrumentalizar su red de contactos y amistades para consolidar y posicionar su arte, por no saber hacer un plan de negocios (¿y si acaso no queremos hacer negocios?). Este modelo puede funcionar para algunas actividades artísticas, sin duda, pero condena al fracaso y desaparición a muchas otras cuyo valor no es capitalizable y cuya actividad no encuentra equivalentes en moneda.
Además, no se dice nada del entorno en el que el artista debe realizar todo eso, ni de cómo otras políticas (impositivas, reguladoras, laborales) funcionan como obstáculos para el desarrollo de actividades que operan en el campo de lo simbólico. Todo ello conduce a un estado de precariedad permanente, de inseguridad y angustia, que favorece conductas competitivas por encima de conductas colaborativas, donde el individuo y sus logros se imponen sobre lo común y lo colectivo; es decir, se impone una visión de sociedad-organismo formada por células que compiten por devorarse unas a otras (células cancerígenas), en lugar de una sociedad-organismo con células que colaboran para mantenerse con vida unas a otras.
No solo se trata de una política cultural, sino de una política cargada de ideología que se hace pasar por “apolítica” y “no ideologizada”. La ideología subyacente es la del libre mercado: la del mercado como ente organizador del mundo y la del dinero como dios todopoderoso. Es una ideología religiosa (en tanto que dogmática) que ha prescindido del componente ético de otras ideologías y religiones. Al colocar los parámetros de “bien” y “mal” en el mercado, se convierte en una ideología del mal desde la perspectiva del ser humano, pues el bienestar de los hombres se convierte solo en una consecuencia tangencial y excepcional, algo que no es prioritario y de lo que se puede prescindir con tal de generar ganancias.



   4.       El problema de la ética vs la política

Lo que nos lleva al asunto de la ética.
Protesta frente a la Secretaría de Turismo por el contrato
del Cirque du Soleil, 2016
Hace poco un amigo me recordó que no hay (ni nunca ha habido) moral en la política y que exigirle una ética es estéril. Me dejó pensando: ¿Y si ese es el problema?
“El fin justifica los medios” es una frase que nos coloca en la antesala del mal, porque puede implicar que es lícito quemar brujas (personas reales) para mantener alejado al diablo (una abstracción, una entelequia). Si tal frase es el principal axioma de la política, la política está en la antesala del mal, y solo necesita un empujoncito para pasar al gran salón de la infamia. Al menos la política que han usurpado los que se sienten “profesionales” de la política. Y eso incluye la política cultural, aunque exista una diferencia de magnitud en sus tufos sulfurosos.
Pero si entendemos “lo político” como la gestión de las diferencias para lograr el bienestar en una comunidad, entonces la ética es un componente imprescindible, donde “el bien” no es una entidad abstracta que se impone dogmáticamente, sino una serie de condiciones para que ese bienestar común suceda.
Tampoco es algo relativo, donde el bien de unos puede significar el mal de otros, porque se asume que el bien común debe ser incluyente de lo humano y de la naturaleza en general, y estar dispuesto a negociar las contradicciones que emerjan en el proceso, no por la imposición, sino a través del acuerdo y el disenso.
Cuando un grupo de artistas tiene este tipo de consideraciones en mente, es natural que las prácticas de opacidad, de compadrazgo, de nepotismo, de favoritismo, de sectarismo, peculado, prevaricación y demás inmoralidades cotidianas quieran ser impugnadas, exhibidas y repudiadas públicamente. Surge en oposición al estado insoberano una comunidad ética que reconoce la injusticia y alza un reclamo (Un estado insoberano que incumple impune, todos los días, aquel mentado contrato social). Se conforma entonces un disenso necesario. (Y desde esta perspectiva, la protesta se entiende como desahogo ante la sordera, pero también como encuentro de los cuerpos que se identifican con esa postura ética)

Participantes del 3er Congreso Nacional de Teatro, 2018


    5.       El problema laboral

Pero el más grande problema que nos aqueja es una cuestión de subsistencia. Trabajo hay mucho. Siempre estamos trabajando en algo, ya sean proyectos personales, encargos ocasionales, cursos, talleres, trabajo solidario, organización y gestión de proyectos… pero el trabajo artístico nadie lo paga. Sin las obras de teatro, no existirían los foros para representarlas, los técnicos que trabajan en ellos, los diseñadores que hacen carteles y postales, los especialistas en difusión y prensa, los burócratas que administran la cultura, los altos funcionarios que definen las políticas culturales, los vigilantes, acomodadores, gente de intendencia, taquilleros y demás trabajadores de los centros culturales. Todos ellos cobran por su trabajo. Los artistas no.
Bueno, a veces cobran, pero para lograr eso hay que alcanzar cierto estatus de validación dentro del medio, cierto prestigio consagratorio que otorgan otros artistas y funcionarios. Y aún en estos casos, los artistas no cobran lo que vale su trabajo. Los artistas subsidian con su labor una gran cadena económica y son los más castigados “porque hacen lo que les gusta”.
Y el problema está en una encrucijada: el derecho a la cultura, consagrado en el artículo 4º de la constitución desde 2009.
“Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus derechos culturales. El Estado promoverá los medios para la difusión y desarrollo de la cultura, atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa. La ley establecerá los mecanismos para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”.
Tenemos derecho a manifestarnos culturalmente. Tenemos derecho a acceder a la cultura. El estado debe garantizar ambas cosas. Pero no se dice nada del derecho a vivir de ello, de hacer de ello una profesión remunerada. La gente, con o sin estado, con o sin burocracia, con o sin élites y especialistas, crea cultura en su convivencia diaria, así es que no hay nada que temer al respecto, la cultura no va a desaparecer aunque nadie destine un solo peso para ello. El problema es que si no hay una economía saludable que sostenga un quehacer cultural específico como el teatro, entones no hay posibilidad de una profesionalización de ese quehacer.
La encrucijada es que necesitamos cobrar por hacer el trabajo que hacemos, pero la gente no puede pagar el costo del trabajo que hacemos, pues si el boleto de cada obra costara en función de los costos de producción y creación, no bajaría de los $400 en los casos más baratos. Una tarifa semejante, además de excluyente a sectores empobrecidos, solo es permisible en cierto tipo de espectáculos, pero no en los que tienen un sesgo experimental, intimista o que se establecen fuera de las dinámicas conocidas. Entonces el estado debe entrar a subsidiar, para garantizar su existencia, pero los subsidios son insuficientes y los procesos para otorgarlos resultan opacos y los criterios dudosos.
El problema laboral de los artistas del teatro está detrás de la mayoría de las protestas e inconformidades. Mientras no se resuelva este asunto, los programas y políticas culturales solo podrán aspirar a simples placebos o paliativos del malestar general. (Y desde esta perspectiva la protesta sirve para mantener visible ese malestar y evitar que se normalice en nuestros cuerpos).

Concluyendo

Salimos a la calle y protestamos.
Nos plantamos afuera de CONACULTA, sobre el camellón de reforma, y organizamos una jornada de 10 horas con mesas de discusión alrededor del problema de la cultura desde diferentes ángulos, con destacados analistas y participantes, donde cualquiera que pasara por la calle podía acercarse, enterarse y sumarse; lo hicimos sin líderes, jefes ni jerarquías ególatras, con un esfuerzo cooperativo de altísimo rendimiento y jovialidad, donde además se sumaron eventos artísticos callejeros por demás notables. Lo más destacado de ese evento fue que los encargados de la oficina salieron a la convocatoria para decir que mejor lo hiciéramos adentro, por comodidad, cuando justamente lo que queríamos era que sintieran la incomodidad en la que hacemos arte todos los días. Fue sintomático también que se dieran por bien servidos con decir cifras y luego retirarse, sin asomarse ni por error a los temas que se trataba en las mesas.
Salimos a la calle y protestamos afuera de la secretaría de turismo por el caso del circo del sol, y presentamos un proyecto alternativo para gastar de manera más inteligente semejantes cantidades de dinero, a saber, 47.7 millones de dólares del erario mexicano. Se nos dijo con mucha amabilidad que había que desarrollar la propuesta de manera mucho más puntual y extensa. Es decir, que teníamos que hacer un trabajo en el que no somos especialistas, que no sería remunerado, para tener la oportunidad de ser rechazados oficialmente.
Salimos y protestamos. Bloqueamos la entrada de la secretaría de cultura, en una acción que se replicó en muchos estados en sus respectivas instituciones culturales, clausurando simbólicamente los edificios, como respuesta a las amenazas de recortes. Como siempre, nos recibieron con mucha amabilidad para diluir el problema en cifras y compromisos nebulosos.
También protestamos por escrito, explicando con amplitud nuestros motivos y razones de inconformidad, como el caso de la CNT que está ampliamente documentado, cuyo más reciente agravio fue la total opacidad en la que se designó al nuevo director, siendo que habíamos pedido que el caso fuera discutido públicamente por tratarse de una iniciativa sostenida con recursos públicos.
Lo seguiremos haciendo.
Digan lo que digan, los problemas siguen ahí y seguirán movilizando gente como no sean atendidos de verdad, y los resultados sean perceptibles por los que andamos a pata rajada en el día a día de disputarle valor simbólico al mundo y a las potencias mediático-políticas.
Felizmente, todo ello ha propiciado el encuentro de personas que se reconocen en sus carencias, rezagos y precariedades. El encuentro en una zona de dignidad ética, de reconocimiento frente al otro y de extrañamiento frente a prácticas reconocidas como dañinas y vergonzantes.
Desde esta perspectiva, aunque seamos un puñado de cinco locos, tiene muchísimo sentido protestar para encontrarnos en esa zona de identidad marginal y marginada. Reconocernos como distintos y adversarios del sistema-mundo que nos convierte en instrumentos y mercancías, en marcas-sujeto y activos de “capital humano”. No queremos ser empresarios, no queremos crear “productos” de consumo, no aceptamos la trampa del “éxito” ni el espejismo del emprendimiento, no aceptamos tampoco la mistificación del arte como algo para las élites, algo “sagrado” o “trascendente” digno de adoración y privilegios, no concebimos esta actividad como algo aparte ni diferente de otras actividades humanas; queremos dignidad para desarrollar nuestro trabajo en un entorno propicio a la vida y a la convivencia; queremos un mundo mejor, pues, y nos juntamos para reconocernos y construirnos como sujetos de frente a estas condiciones tan jodidamente jodidas.
El panorama no parece mejorar, sino al contrario. Seguiremos hinchando las pelotas, como dicen los argentinos, porque nos daría vergüenza aceptar en silencio los abusos e ineptitudes. A ratos nos fatigamos y nos tomamos un descanso, pero siempre volvemos, porque hay algo podrido en Dinamarca, y el tufo no se puede ignorar si respiramos.
Dato curioso: muchas veces los funcionarios de turno nos han pedido que entreguemos datos duros, proyectos claros, propuestas de políticas culturales consistentes con el plan general, y cosas por el estilo, aduciendo que están en la mejor disposición de escuchar y dialogar. Genial. Pero nadie toma en cuenta que son ellos los que tienen un sueldo asignado para eso, y que nosotros debemos hacerlo en tiempos robados a otros trabajos, a la vida, sin pago alguno. La situación no es para nada simétrica. No nos deslindamos de esa labor, pero consideramos prioritario exponer el malestar que estos políticos de la cultura no perciben desde la comodidad de sus oficinas.
Para cerrar, conviene destacar que hasta ahora han sido, todas las veces, protestas bastante divertidas, con epílogos en las cantinas y toda la cosa. Puede parecer frívolo, pero no lo es. La alegría es precisamente lo que activa el deseo de estar juntos y trabajar por el bien común.
La alegría del encuentro puede ser incluso más grande que la congoja y la rabia que nos moviliza.




























(Texto escrito en 2017 y publicado en algún lugar que ya no recuerdo)

LA PUESTA EN COMÚN DE LA ESCENA LA PUESTA EN ESCENA DE LA COMUNIDAD



De pronto, parece urgente juntarnos y llorar.
Cada vez con más frecuencia nos sacamos de la manga una junta de sabiondos.
Un conversatorio, un coloquio, un congreso, un muro de los lamentos.
Y ahí (en el muro), pletóricos de melodrama, hacemos honra del histrión que supuestamente somos.
Lloramos un diluvio que amenaza con ahogarnos. Y luego, ya desahogados, suspiramos resignados.
Al menos reunirnos, llorar juntos y vernos las caras vale la pena.
Ojalá que alcancemos a movernos (movilizarnos) un poco.
Desde este muro de los lamentos al que vengo muy seguido, miro al menos tres urgencias muy urgentes: desorganización, precarización y burocratización.

Primer problema: La dificultad de organizarnos.
Cuando tratamos de mirarnos como gremio o comunidad, nos descubrimos pulverizados.
Así nos encontramos buscando arraigo donde solo hay terrenos baldíos. Fatigados en potencia, impotentes en el descanso.
Yo, yo, yo. Nunca nosotros.
Los otros estorban, están equivocados, son idiotas. ¡Es tan reconfortante reconocer que son idiotas! Nos quita de encima el peso de tener que entendernos con ellos. Nos alivia de la carga que supone organizarnos. Como son idiotas, no se puede. Es que uno les explica y no entienden.
Pulverizados. Nunca nosotros, siempre yo.
Pero eso sí, con un montón de problemas comunes que nos acumulan como comunidad.
Tenemos mucho en común pero no aprendemos a comunicarnos. 
Porque sabemos hablar, queremos decir. Aunque muchas veces solo queremos que nos vean decir. La mala costumbre del escenario.
Pero para comunicarse hace falta que alguien escuche. La mala costumbre de la sala vacía.
Salas vacías y diálogos de sordos.
Y el desgaste. Nos cansamos de no estar de acuerdo. Al final no pasa nada, nada cambia.
¿Pero por qué tendríamos que estar de acuerdo?
Lo que nos urge no es estar de acuerdo, sino organizar las diferencias.
Pero primero hay que entender y soportar las diferencias.
Bastaría con reconocer la inconformidad del otro que no es la misma que la mía.
Reconocer la necesidad común de una vida digna como artistas de teatro.
Esa vida digna pasa por la economía de subsistencia del teatrero. Una economía hecha pedazos por el sistema actual que da grandes apoyos a pocas personas y a los demás los deja a merced del mercado y completamente precarizados. Y aunque seamos capaces de reconocerlo, un puñado de cinco locos no alcanza para construir un reclamo ante instituciones y funcionarios. Necesitamos muchos y organizados.
Así es que, para alimentar el desacuerdo, sostengo que el principal problema, el más urgente, está en la situación laboral de los artistas escénicos, y en la confusión que nos ha llevado a vernos como empresarios, la burguesía de la cultura (sin poseer en realidad ningún medio de producción) en lugar de aceptar que somos trabajadores proletarios (lo único que tenemos es nuestra fuerza de trabajo). Lo que me lleva al siguiente punto:

Segundo problema: La precarización (Acompañada del emprendimiento).
Ya sería bueno que nos sacudiéramos de encima ideologías nocivas que se hacen pasar por “realidades económicas inevitables” que incluyen la difusión de conceptos como “marketing cultural” o “empresas creativas” o “industria teatral” según las cuales se busca una salud económica para los proyectos teatrales, atendiendo a las lógicas que impone el mercado, pero (y aquí viene el sesgo ideológico) sin atender al valor simbólico y social que tiene el arte en la construcción de identidades, el cual no es posible traducir a valores monetarios.
¿Cuánto cuesta la sensación de piedad que provoca la anagnórisis de Edipo? ¿Cuál sería el precio de salida en una subasta del orgasmo intelectual que sentimos al escuchar “y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son aunque ninguno lo entiende” ¿Cómo se hace un esquema financiero en torno al sobrecogimiento que alguien podría sentir escuchando el testimonio vivo de una joven que perdió a su padre guerrillero en un ataque al cuartel militar, y le han contado cuatro versiones diferentes de cómo murió, y entonces representa esas cuatro versiones frente a nosotros? ¿De a cómo se cotiza el acto escénico de reconciliación que realiza una mujer cuando nos cuenta sobre su padre alcohólico y golpeador en una obra llena de humor?
Todas estas obras valen mucho más que el costo de su boleto y que el total de recaudación posible por la venta de las funciones. El valor simbólico del arte desborda las tablitas de Excel donde se consolidan los esquemas financieros viables o no viables. Y es que hay una oposición central: las personas, convertidas en consumidores, se han acostumbrado a pagar por cosas que ya conocen, pero son reacios a pagar por cosas inciertas; por su parte, una de las funciones principales del arte es dirigir la mirada hacia los lugares que normalmente no miramos, o hacernos ver ciertas cosas de una manera renovada, es decir, es lo opuesto a lo que los consumidores ya conocen. Por eso, cuando el arte pone el éxito comercial como una prioridad, se trivializa, pues se ve forzado por la lógica del mercado (al público lo que pida –y pague) a poner ante nuestros ojos aquello que ya sabemos. No hay descubrimiento, no hay asombro, no hay sorpresa. El mundo no se renueva ante nuestros ojos, pero el esquema financiero funciona.
Por supuesto que hay obras de arte que alcanzan el éxito comercial, y qué bueno. Pero para que existan las grandes obras de arte, es importantísimo que la prioridad esté puesta en una tierra incógnita todavía por descubrir y llena de posibles fracasos, monstruos y zozobras, pero no en el éxito comercial, porque cuando se prioriza lo segundo, el arte desaparece entre caras de personajes famosos (mal llamados artistas), pocos ensayos y grandes campañas de publicidad.
Obviamente, para hacer arte se necesitan condiciones económicas favorables. Arte y economía no pueden disociarse, porque para producir, el artista debe garantizar su subsistencia y ubicarse en un lugar dentro del tejido social. Pero si observamos la historia de la humanidad, la mayor parte del tiempo el arte se ha sostenido por subsidios y mecenazgos que entregan aquellos a quienes el valor simbólico les ha resultado provechoso: comunidades orgullosas de sí mismas, jerarcas de la religión, nobles ansiosos de mostrar su alcurnia, burgueses en busca de legitimación frente a otros burgueses o nobles… ¿y ahora? ¿Qué ha cambiado o está cambiando? ¿Cuál es la relación actual entre el arte y el dinero o el poder? ¿Tiene algo que ver que el capital ocupa el lugar de Dios en la mística y las motivaciones de la gente? ¿Tiene algo que ver que el capitalismo ha colocado la especulación, el crecimiento y las ganancias en el centro y más allá de sí mismo en un acto de prestidigitación trascendental?
Hace poco escuché esta anécdota: Una directora joven le pregunta a una directora mayor cuánto le debe pagar a un actor específico que quiere contratar. La directora mayor evalúa y dice “¿a ese? Este te sale barato. Con 500 por función se conforma”. ¿Cómo llegamos a esto? Pues gracias a la lógica empresarial de generar la mayor ganancia con la menor inversión. Pero eso no es bueno para el teatro, porque un actor mal pagado, buscará otras fuentes de ingreso para completar sus necesidades y dedicará menos tiempo a perfeccionar su trabajo; porque una obra que se ensaya poco tiempo o se escribe por encargo en un par de semanas tiene muy pocas posibilidades de salir de los clichés y lugares comunes del oficio y de la cultura mediática. El arte necesita tiempo para hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre su relación viva con el público que interactúa. El arte se empobrece si lo condicionamos a obtener ganancias.

Tercer problema: La burocracia que se devora a sí misma.

A modo de caricatura, el diseño institucional funciona más o menos así:
  1.       Creamos una institución para garantizar a la población el acceso a las artes y le metemos presupuesto; contratamos gente que cobra para operar esa institución.
  2.       Hacemos (o rentamos) infraestructura para que la población tenga a dónde ir cuando quiera “consumir” arte. Contratamos gente que opera esa infraestructura. Casi siempre, la construcción de esa infraestructura se convierte en jugosas oportunidades de negocio para contratistas y especuladores inmobiliarios, a los que no les importa una chingada la población que deben atender. Resultado: elefantes blancos.
   3.       Como vemos que hay que poner algo en esos lugares, contratamos (o, de preferencia, les pedimos que lo hagan gratis) a artistas para que hagan obras.
  4.       Pero como los artistas no existen en términos laborales, tenemos que contratarlos como… ¿proveedores? Resultado: los artistas tienen que ajustarse a tiempos y tratos que no toman en cuenta la singularidad de su trabajo. 
   5.       Además, en el país del sospechosismo, ponemos todos los candados imaginables para que la gente no se robe el dinero público y para garantizar que la institución no salga raspada. Resultado: los artistas pasan más tiempo viendo cómo sortear esos candados que haciendo arte, y los que sí roban, que son expertos en burocracias, de todas maneras encuentran la manera de brincarse los candados. Resultado: los que roban siguen robando y los que hacen cada vez hacen menos y cada vez lo hacen peor.
   6.       Como hay que atender a una gran población, administrar y operar los elefantotes blancotes, cuidar que nadie se robe nada, difundir lo que se hace, pagarle a sindicatos rapaces, hacer vínculos con otras instituciones e instancias de gobierno, y tantísimas otras cosas, el dinero para cultura se gasta casi todo (se dice que alrededor del 80%) en administración (sueldos, insumos, autopromoción, viajes) y casi nada en aquello que sostiene y da sentido a toda esa infraestructura: el arte. Resultado: a los artistas les pagan tarde, mal y de malas… si es que les pagan algo.
   7.        Por si no bastaba con eso, la mayor parte del tiempo del trabajo de burócratas administradores de todos los niveles se va en cumplir con los requisitos que la misma institución les impone, o llenando papeles que otras instituciones los obligan a llenar (fiscalizaciones, petición de permisos, justificación de programas, numeralias pormenorizadas de cada año, planes de trabajo detallados e infalibles…) Resultado: no queda tiempo ni recursos para promover el arte, la institución bloquea y dificulta la realización del arte que debería difundir y fomentar.
  8.       La burocracia se alimenta a sí misma para justificar su existencia. En el proceso, debilita su principal razón de ser: el arte. Resultado: 90 % de ciudadanos sin acceso a la cultura, que nunca han visto obras de teatro en su vida y miles de millones de pesos tirados a la basura. Y además: un titipuchal de obras mediocres como consecuencia de las pésimas condiciones en que trabajan los artistas.
Pero eso sí, en el papel, todo está justificado.
¿Y cómo es que aun así hay obras en cartelera? ¿Cómo es que la máquina estúpida camina? Pues principalmente gracias a personas específicas en cargos puntuales que se esfuerzan por hacer lo mejor que se puede con las condiciones que hay, comiendo platos rebosantes de mierda con la esperanza de… (Bueno, no sé bien cuál es la esperanza, pero alguna deben tener). Gente comprometida y con buenas intenciones que evitan que colapse todo. Son pocos y cada vez más arrinconados y con platos más grandes y rebosantes).

¿Y qué podemos hacer?
En un país con tantos muertos ¿qué importa el desempleo de unos cuantos artistas?
Aunque podemos formularlo de otro modo y modelar la realidad que nos contamos:
El país tiene tantos muertos precisamente en el mismo momento en que hay tantos artistas desempleados. ¿Coincidencia?
¿No será que el país se fue al carajo precisamente porque le dimos más importancia a las grandes inversiones y a las finanzas a nivel macroeconómico y menos importancia a las artes y la educación?
¿Por dónde empezamos?
Organizarnos parece una tarea titánica si lo pensamos en escalas nacionales o estatales. Pero todo cambia cuando lo pensamos en un grupo de amigos o simpatizantes. Sí podemos organizarnos entre cinco o veinte. Ese es el primer paso. Un grupo de cinco locos con ganas de cambiar la realidad.
Si nuestra enfermedad es contagiosa, vamos bien.
Y luego ser necios.
Pensar y pensar; pensar mucho aunque hagamos poco. Pocas cosas ocurren si no han sido imaginadas antes.
Reír a diente pelado, reír mucho (pero no a güevo) es importante.
Escuchar. Siempre escuchar antes de hablar. Eso ayuda a no andar suponiendo que uno es más listo que el que tiene enfrente. Antes de hablar callarse un rato.
Estar atentos. Entender que el caos y el azar juegan un papel fundamental, y entonces andar a las vivas para cachar las oportunidades y contingencias que nos vengan a favor.
Y ser necios. (Otra vez)
Y no perder de vista nunca que lo que importan son las personas- Mucho más que las ideas, y muchísimo más que las cosas. Las personas primero.
Y entonces sí, no callarnos ante la injusticia y el abuso. Estamos rodeados.  No callarnos tal vez significa gritar.  Ni modo.
Pero si gritamos organizados, juntos, contagiados, pensando, riendo, habiendo escuchado, habiendo callado, atentos, necios, generosos, por el bien de todos, entonces es posible que cuando cerremos la boca las cosas sean un poco diferentes. Y eso depende de cuántos hayamos gritado juntos incluso aunque no estemos de acuerdo. Ojalá que no estemos de acuerdo, pero que igual gritemos.
Necios.
Juntos.

MARTÍN LÓPEZ BRIE