Empiezo con una cita larga.
Creo
que todos, recordando nuestra infancia, recordaremos esa facilidad para jugar
que teníamos. Uno estaba “disponible” al juego, y nutría el imaginario
fácilmente. Una sombra, una forma, una escena, una palabra desconocida parecían
crear alrededor de uno una especie de suspenso, un vacío, que uno llenaba con
sus historias. Y estaban, además, los “imaginarios prestados”, un juguete,
láminas, figuritas, cuentos, las fiestas, el cine, las historietas, los lápices
de colores. En esta fantasía de disponibilidad total que tenía uno en la
infancia, no parecía haber coto alguno para el juego. En el juego podía entrar
todo, siempre y cuando uno tuviera “tiempo para jugar” y un “lugar” donde poner
al juego, un espacio poético… Uno decía “me voy a jugar” y uno sabía que
entraba a un sitio donde uno era más uno mismo que nunca y el tiempo tenía otra
calidad, era tiempo de otra clase.
…Las
sombras, las escenas o los enigmas con que uno empieza a nutrir su imaginario
pueden variar mucho según la vida que uno lleve.
En
cambio los imaginarios prestados que uno va acarreando a su espacio poético, y
que le sirven de materiales de construcción para abrir nuevas brechas, no
parecen variar tanto en nuestro tiempo. Incluso parece variar mucho menos que
antes. El mercado los ha homologado.
…Los
proveedores de imaginarios son hoy unos pocos… Solo algunos niños, muy pocos,
tienen alguna ocasión de frecuentar otras formas de imaginarios: poesía,
novelas y cuentos, anécdotas familiares, mitos y leyendas vivos, cuadros,
libros de imágenes, cine, música, teatro. Para la mayor parte de los niños, la
variedad de los “imaginarios prestados” que están a su alcance es mínima.
…¿No
se terminará por anestesiar en los niños la posibilidad de entrar a otros
imaginarios más variados, más ricos y, en última instancia, su capacidad de
jugar? ¿No se les estará escamoteando el enigma? ¿No se les estará apelmazando
la frontera indómita?
Hay
que tener en cuenta que estos imaginarios masivos son, en su mayoría, muy
rígidos y, además, muy invasores, puesto que el mercado tiende a invadir todas
las áreas de la cultura con el mismo producto (de eso se trata si se busca el
rédito: de vender mucho de lo mismo). Y si el “imaginario oficial” del mercado
lo ocupa todo ¿quedará algún sitio para ejercer la construcción del espacio
poético propio, del imaginario personal, que siempre es, por así decir,
“artesanal” y privado?[1]
Siguiendo con esta reflexión, si el arte cumple con alguna
función social, esa es precisamente la de diversificar los imaginarios.
Y no es poca cosa, porque son los imaginarios los
laboratorios donde comienza la transformación de la sociedad: Si podemos
imaginarnos el cambio, el cambio empieza a suceder. Mientras que los
imaginarios masivos estabilizan nuestros deseos, los imaginarios diversos los
inquietan y entran en tensión. Son la antítesis marginal y periférica que
genera movimiento, son el fuego heraclitano que activa, en el conflicto, la
razón y la palabra.
Una política pública en torno a las artes debe partir del
entendimiento que las artes están ahí para enrarecer las cosas, cuestionar lo
que damos por bueno y por supuesto, para mirar de manera divergente y disonante
ese conjunto de ficciones que llamamos realidad. Y no olvidar: el asombro ante lo bello o la técnica, ante lo sorpresivo o inesperado, ante lo repugnante o lo terrible o ante un pensamiento que aparece al relacionarse con la obra es parte de esto mismo.
En la actualidad, en el mundo, podemos encontrar tres
modelos de política pública para las artes: 1. El modelo de financiamiento
privado, que apuesta porque el sector empresarial aporte donaciones a los
proyectos artísticos que considere relevantes, donde el papel del estado es dar
facilidades e incentivos a las empresas para estimular la donación o inversión
en artes. 2. El modelo de financiamiento público, que apuesta por el subsidio
directo a los proyectos artísticos que el estado considera relevantes, donde se
invierte a fondo perdido para que las artes existan y estén al alcance de los
ciudadanos. 3. El modelo mixto, que intenta combinar los dos anteriores.
En el modelo de financiamiento privado, el riesgo está, por
un lado, en que son las empresas las que deciden qué discursos convienen, y no
se sentirán atraídas a invertir en obras incómodas; y por otro lado, en que se
deje en manos del mercado la subsistencia de los discursos artísticos, condenando
aquellos que por falta de ventas no alcancen los números negros. En el modelo
de financiamiento público, el riesgo está en la intervención del discurso
oficial en los discursos artísticos, censurando todo aquello que no responda a
los programas de gobierno. El modelo mixto comparte ambos riesgos, sin ofrecer
mejores condiciones.
Cualquier “modelo mixto” tendría que partir de la garantía
de dar sin recibir. Aportar al arte sin esperar otra cosa que disrupciones y
terremotos conceptuales. Porque esa es precisamente su función social:
inquietar, estremecer, preguntar sin interrogaciones; pero también sorprender y
divertir, en el sentido etimológico de di-vertere
(separar y dar la vuelta).
Y con esto no quiero decir que toda expresión artística
tiene la obligación de cumplir con estas condiciones, pero es en estas
condiciones donde encuentra su función social; no quiero decir que el arte
tiene que ser de una manera, sino todo lo contrario, que mientras más diverso
sea, mejor cumplirá su objetivo en la sociedad.
Las políticas públicas que apuestan por la autorregulación
del mercado del arte, favorecen la estandarización y la homologación de los
discursos, siempre en aras de alcanzar más público, más ventas, mejores
números. En el caso del teatro, se sacrifican contenidos en busca de mayor
alcance, se sacrifica profundidad porque los clichés y estereotipos venden
mejor, se elige una estrella de televisión o un youtuber, o un influencer,
en lugar de un buen actor, con tal de vender boletos, se sacrifican días y
horas de ensayo porque cuesta mucho y hay que producir rápido, se gasta más en
escenografías vistosas y en publicidad que en el tiempo de creación de la obra.
El resultado son obras bien producidas, envueltas en el llamativo celofán del
marketing, pero demasiado similares entre sí, sin posibilidad de asombro o
incomodidad, vacías de sentido y en el mejor de los casos, con algún contenido
supuestamente controversial previamente digerido y asimilado por la corrección
política.
En el modelo de efiteatro, por ejemplo, las obras raras,
las obras de imaginarios indómitos, las obras que no saben a dónde van, las
obras que requieren incertidumbre y experimentación, no tienen lugar por la
simple razón del formato de aplicación y del filtro estético que implica
conseguir un aportante o un bróker que entienda el sentido del proyecto. Se
exigen garantías, tiempos, presupuestos. Todo cuadrado en una tabla de Excel.
Ese modelo de aportación de la iniciativa privada no ayuda a diversificar los
imaginarios, sino que los domestica, los contiene, los instrumentaliza.
Creo que el mejor modelo es, sin lugar a dudas, el modelo
de financiamiento público, a condición de cuidar muy de cerca la libertad e
independencia de los contenidos del arte. Pero además, creo que dentro de este
modelo, las políticas deberían enfocarse en garantizar el trabajo permanente,
digno y obviamente remunerado para los artistas, más que en apoyos esporádicos
y efímeros. Si una política pública se concentra en las condiciones de vida de
los artistas, será más fácil que el arte encuentre su cauce natural hacia la
ciudadanía. Hay que concentrarnos, pues, en las condiciones laborales, mucho
más que en becas o subsidios pasajeros.
[1] Graciela Montes, Buscar indicios, construir sentido, de la consigna al enigma. Pgs.
61-65 ed. Frontera, Bogotá.
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