domingo, 8 de octubre de 2023

SOBRE LOS LÍMITES ÉTICOS DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA

 

De pronto, hace un par de semanas, aparece un cuestionamiento ético sobre mi quehacer artístico.

El cuestionamiento viene en forma de una pregunta interesante y pertinente, acompañado de un señalamiento impertinente.

Lázaro Gabino, actor y director de teatro, parte de uno de los grupos más interesantes de la escena contemporánea mexicana, escribe un texto donde pregunta cuáles serían los límites para aceptar o no una comisión artística. Y como ejemplo de lo que no se debería hacer, menciona el trabajo de dirección artística que realicé para la inauguración de los juegos centroamericanos y del caribe 2023 en San Salvador. Argumenta que es un evento para uso político de Bukele, presidente acusado internacionalmente de violar sistemáticamente los derechos humanos de presos y de otras tantas cosas más.

No quise responder por redes sociales para no convertir esto en un concurso de popularidad o una tribuna donde vamos a juzgar y ser juzgados.

En lugar de eso, Lázaro Gabino y yo quedamos de vernos, nos tomamos un café, unas cervezas y charlamos sobre el tema. Me alegra, porque pudimos escucharnos. Me alegra porque sentí a un interlocutor muy diferente al que leí cuando hizo los señalamientos en el texto. Me alegra porque pude decirle, mirándolo a los ojos, sin público, lo que pensaba de su texto y lo que pensé y sentí al realizar dicho trabajo. Me alegra porque hay una enorme diferencia entre discutir un tema con personas con el cuerpo presente, comprometido, que con el Comité de Salud Pública Robespierano que son hoy las redes sociales.

Luego de eso, Lázaro me comentó que podríamos seguir la charla de alguna manera.

Le tomo la palabra porque sentí legítimo su interés (aunque no había sentido tan legítimo su texto original) y porque el tema se ha comentado entre pasillos estos días. No sé si se pueda darle más vueltas a lo que conversamos, pero intentaré poner acá lo que he pensado sobre la pregunta que detona el texto: cuáles son los límites éticos de la creación artística.

O al menos, cuáles podrían ser mis límites éticos para aceptar o no un trabajo.



Para empezar, debo decir que no es un asunto que sienta claro y definitivamente sanjado. Los límites que pongo han variado a lo largo de mi vida y supongo que seguirán variando. De hecho, cosas que alguna vez creí tener muy claras hoy son nebulosas. El mundo es demasiado complejo y demasiado caótico como para establecer parámetros definitivos sobre la conducta humana. No obstante, aunque sean arbitrarios, tarde o temprano debemos cuestionarnos sobre ciertos límites y sin duda me parece saludable.


No hablaré específicamente sobre el tema de los juegos de San Salvador. Mi querido amigo y colega Antonio Salinas, quien colaboró conmigo en este trabajo, ya redactó una respuesta muy clara donde da cuenta de la complejidad del asunto y representa en buena medida lo que pienso al respecto.

Hablaré, mejor, de lo que he pensado sobre los límites éticos cuando hacemos arte.


Cada vez que me veo en un dilema ético en torno a la creación artística, lo primero que hago es parar y tomarme un tiempo antes de decidir nada. Aunque decidir sea urgente, procuro no caer en el apuro y sopesar las cosas con calma.

Y el parámetro que me ha resultado más útil es preguntarme ¿Qué daño hace mi decisión? ¿A quién le hago daño, a quién lastimo?

Me lo pregunto tanto para aceptar o no un trabajo, como para decidir renunciar a un proyecto, o para cambiar un elenco, o para repartir el dinero recibido entre los colaboradores, o para manifestar mis ideas en un ensayo, etc.

Mientras más concreto es el daño, mientras más específica la persona afectada, más claro es el límite. Eso significa que si por poner en escena un testimonio, la persona que prestó su voz resulta dañada, entonces prefiero no hacerlo. Si me ofrecen una chamba donde tengo que difamar a defensores del medio ambiente, madres buscadoras, o migrantes, definitivamente me doy la vuelta. El límite para mí está claro en esos casos.

Conforme ese daño se va volviendo abstracto, cuando las consecuencias reales de un acto no son medibles con claridad, y se vuelven especulaciones tamizadas por modas y tendencias ideológicas o futurologías, me resulta más difícil ubicar un lugar donde poner el límite. Entonces, el factor ético comienza a abrir paso a otros factores, como el económico, las ideologías con que simpatizo, los gustos y preferencias personales, los desafíos artísticos, etc. Y llega el momento de poner en la balanza las cosas.

¿Hay algo que pueda aportar en este proyecto, en este contexto? ¿Me emociona hacerlo? ¿Hay espacio para aprender algo? ¿Pagan bien? ¿Me tratan dignamente? ¿Tratan dignamente a las demás personas? ¿Hay gente interesante involucrada? ¿Hay amistades y cómplices?

Con esta especie de brújula de varios polos, me ayudo a tomar las decisiones.

Y ojalá fuera tan simple como eso. La brújula me ayuda, pero nunca es infalible.

Porque bien pronto empiezan a aparecer otros problemas, matices que dan cuenta de la complejidad del mundo. ¿Se puede saber o medir o anticipar el daño? ¿En qué momento consideramos que tenemos suficiente información para decidir con certeza o conciencia? ¿Cómo sabemos en la era de la posverdad si la información es cierta? ¿Cómo descartamos o al menos matizamos, al evaluar la información, el sesgo de confirmación que todos tenemos inherente? ¿Qué es más importante sopesar en la decisión: el daño directo a unas pocas personas o el daño indirecto a muchas? ¿La intención de una acción define su estatuto ético o hay que ponderar las consecuencias de la acción? ¿Sólo las consecuencias concretas o las especulativas también?

La brújula sirve, pero para llegar hay que caminar el territorio.


Y claro, siempre puedo equivocarme o arrepentirme.


Los límites éticos del quehacer artístico me importan, y mucho.

Puedo compartir que no me parece reprobable hacer un acto artístico dentro de un evento deportivo de alcance internacional, aunque vaya a ser instrumentalizado por un presidente (Bukele o Peña Nieto, por poner ejemplos recientes de dichos juegos). Sí me parecería inaceptable colaborar creativamente con un docudrama como La noche de iguala, diseñado como refuerzo de una narrativa asesina.

La mayoría de nuestras obras son instrumentalizadas por gobiernos e insituciones, de una u otra manera. Resulta muy difícil trazar la línea de lo aceptable o inaceptable.

Tampoco creo que los límites éticos deban respondera ideologías prefabricadas y abstractas, sino más bien a cuidados y afectos específicos.

No creo en absoluto que una obra artística cambie las cosas en el mundo. Pero sí creo que la totalidad de las obras artísticas, en su inmensa y compleja diversidad, cambian las cosas en el mundo y el mundo se engrandece gracias a esa diversidad. Pero el impacto concreto de una obra, por más bienintencionada que sea, me parece casi nulo.

Tampoco es tan simple como decir o creer que hacemos obras “comprometidas” socialmente.

Si tenemos un discurso de mucha vanguardia social pero se lo repetimos a los que ya piensan como nosotros, solo estamos perpetuando lugares comunes y confirmando lo que ya sabemos. No hay asombro ni diferencia ni pensamiento. Pero incluso la obra más conservadora, plagada de lugares comunes, si permite que en torno una comunidad concreta se hagan preguntas que antes no habían aparecido, sin duda resulta más pertinente.

Por mi parte, cuando siento el impulso de cambiar algo en el mundo, prefiero adherirme a una causa y militar para ver si logro aportar algo.

La función del arte, creo yo, no es cambiar el mundo de manera concreta e inmediata, sino generar visiones diversas, tanto en formas como en discursos y prácticas, que expandan los horizontes de lo posible y de lo pensable. Y eso no lo consigue una obra sola, sino el conjunto de obras diferentes: tradicionales y de vanguardia, convencionales, posmodernas o expandidas, independientes, comunitarias, institucionales o comerciales, amateurs o profesionales, contradictorias e inabarcables. Todas.


Pienso también, que los límites éticos en el campo del arte no solo deben ponerse o preguntarse sobre con quién aceptamos trabajar, o si es por dinero o por convicción, sino también preguntarnos por los límites éticos que nos ponemos para someter a juicio el trabajo y las decisiones de otras personas.

Es decir, al señalar y juzgar el trabajo de otras personas, inevitablemente se impone la cuestión sobre el lugar de enunciación desde el que se ejerce el señalamiento.

¿Qué tribuna o juzgado es legítimo para ejercer un juicio de tal naturaleza?

¿Qué poder se ejerce sobre el otro?

Hacer preguntas me parece siempre útil. Y en el caso de Lázaro Gabino, la pregunta que hace me resulta no solo pertinente, sino interesantísima y muy fértil.

Propongo entonces otras preguntas:

¿Es necesario hacer un señalamiento acusatorio y personalizado para formular una pregunta interesante y pertinente?

Si decidimos señalar las deficiencias de una institución, pero un amigo está en el cargo y resultará lastimado ¿hay que hablar o callar?

¿Debemos establecer una frontera definida y alzar un muro para que no se nos cuele ningún migrante éticamente indocumentado de este lado de la pureza?

¿Qué tipo de éticas del cuidado se ejercen o se dejan de ejercer cuando señalamos las que creemos malas prácticas de un colega?


No deja de llamarme la atención que Lázaro Gabino jamás se interesó por nada de mi trabajo hasta que hice un espectáculo masivo que le resultó reprobable. ¿Qué conclusión puedo sacar de esto?


Como suele pasar, no tengo respuestas.

Y mejor así.

Habitar la duda es mi pasatiempo favorito.