domingo, 12 de noviembre de 2017

¿A QUIÉN LE IMPORTA LA DRAMATURGIA?

Para empezar:
        ¿A quién le importa el teatro?
Algunos distraídos, quizás; locos o desorientados.
Las salas vacías por doquier parecen indicar que esta es una actividad marginal, onerosa, pedante, desvinculada del mundo al que pretende representar (o reflejar, o criticar, o desmenuzar, o lo que sea que pretenda con el mundo)
Lo esencial de esta actividad tan extraña no es en realidad tan extraño: un grupo de personas que se reúnen para verse y escucharse, con una condición peculiar que convierte la reunión en una especie de juego donde unos organizan y presentan ante otros un universo poético.
Lo importante está en la presencia de los cuerpos y la organización de la mirada, es decir, en la construcción de un sentido que atraviesa los cuerpos y los imaginarios.
Es un poco raro pero lo venimos haciendo los humanos desde hace miles de años.
Luego alguien inventó la escritura y otros decidieron que valía la pena poner por escrito cómo debía suceder ese juego raro de pararse frente al otro a contar un cuento o bailar un poco.
Algunas veces, se pusieron por escrito las indicaciones para llevar a cabo rituales religiosos, sacrificios sagrados; otras veces, fueron las indicaciones para realizar las etapas de una fiesta popular.
Y así nació la dramaturgia, aunque no se llamara de esa manera.
Imaginar, diseñar y organizar un acontecimiento (y ponerlo por escrito).
La herramienta más útil para diseñar un acontecimiento son las palabras (todavía).
(Se puede hacer con dibujitos, pero puede ser confuso).
Aunque suele haber una confusión consecuencia del desarrollo histórico de las cosas: se piensa que las palabras SON la dramaturgia, pero yo creo que no. Al menos, me resulta más útil pensarlo de otra manera. La dramaturgia como la imaginación del acontecimiento, la organización de sus partes, la planeación de cada momento que sucederá en el futuro, frente a otros.
Por eso se habla de dramaturgia del actor, de dramaturgia de la escena, de dramaturgia del vestuario, de dramaturgia de la imagen… incluso hay dramaturgia en un mitin político, en una asamblea (cuya división en actos se llama “orden del día”) o en una junta de negocios. La diferencia con lo que hacemos los comúnmente llamados “dramaturgos” es que en estos casos no hay intenciones poéticas de por medio, pues los objetivos son otros.
Pero también hay que señalar que el acontecimiento que se diseña puede ser un acontecimiento de palabras. Las palabras como expresión verbal de la literatura pueden devenir en acontecimiento.
El acontecimiento de las palabras.
Como también puede tratarse de cómo se llevan a cabo algunas acciones o de qué acciones se llevan a cabo exactamente.
El acontecimiento de las acciones.
Esto me resulta útil para pensar algunos problemas que suelen aparecer en el oficio de la escritura teatral. Uno de ellos es si lo que hacemos es o no es literatura. O en todo caso si es una literatura de segunda. Mi amigo Francisco Olivié solía repetir: “No me llamen dramaturgo, soy un escritor con capacidades diferentes”. Que es una manera de señalar la peculiaridad de esta escritura cuya finalidad no es un texto impreso, sino un escenario vivo.
La historia ha consagrado la dramaturgia como uno de los grandes géneros literarios, junto a la narrativa y la poesía, y lógicamente ha consagrado sólo a esa dramaturgia de palabras, la dramaturgia más literaria, la que puede leerse, la que se pone en los libros y se ajusta al menos a algunos cánones y estéticas literarias. Ha quedado un importante registro de la dramaturgia literaria, a tal grado que la historia del teatro suele hacerse partiendo de la literatura dramática, lo cual se entiende por el valor de registro historiográfico que puede representar un texto, pero ha tenido como consecuencia que una buena parte de las personas creen que el teatro son los textos. Y pues no.
Así pues, vale decir que además, hay una dramaturgia que no es literaria, que no es literatura o cuyo valor literario es mínimo porque si llegó a imprimirse en letras fue solo de manera accidental o subsidiaria. Una dramaturgia que usa procedimientos que no necesariamente pasan por la palabra escrita, como el story board de una escenografía, o la maqueta que se hace de la misma donde se ponen los cambios de escenario en el orden en que serán representados; o una edición de video a partir de los ensayos de un proceso de creación coreográfico, donde los artistas se preguntan ¿qué ponemos primero, el solo o la marcha con bastones? ¿Le subimos a la intensidad? ¿Aceleramos o ralentizamos los movimientos en esta parte? Eso también es dramaturgia. Como también lo es aquello que hace un director cuando decide cambiar una escena de lugar, o eliminarla, o crea una imagen dinámica entre una escena y otra.  O lo que hace un vestuarista cuando propone que en la primera escena el personaje vaya con un traje elegante, en la segunda con el mismo traje, pero ajado y roto, y en la tercera escena con traje de presidiario ¿notan cómo el vestuario también cuenta una historia? Pero más que la historia que cuenta, importa el lugar que ocupa dentro del acontecimiento que se realizará más adelante.
Pensar la dramaturgia desde esta perspectiva sirve también para liberarnos un poco de las cadenas de la pieza bien escrita. Sirve para sacarnos de encima el peso de tener que escribir unos personajes, con un conflicto, que realizan acciones para conseguir ciertos objetivos o para satisfacer sus deseos. Y no digo que eso esté mal, al contrario. Esas son herramientas utilísimas al momento de contar una historia. Pero la dramaturgia puede ser mucho más que eso.
Puede ser tan amplia como preguntar ¿qué quiero que suceda entre los espectadores y los actores? Y según vaya organizando la respuesta, irá surgiendo la dramaturgia, una hipótesis de acontecimiento, que puedo formular con palabras, recortes, fotografías, enlaces a la web, chats, diagramas, tablas estadísticas y cuanta cosa me resulte útil para planear ese acontecimiento que estoy imaginando.
Ahora bien, mucho ojo con pensar que liberarse de las cadenas del drama convencional significa abrirle la puerta al basurero de las ocurrencias.
El drama convencional tiene un lugar hegemónico en la actividad teatral porque ha desarrollado una serie de herramientas muy eficaces para la composición escénica. No es casual ni es nada despreciable. Cuando prescindimos de esas herramientas y decidimos que nuestra obra no tendrá conflicto dramático debemos preguntarnos ¿y entonces qué herramienta usaré para mantener la atención del público mientras dura el acontecimiento?
Y quizás más importante: ¿Hacia dónde estoy dirigiendo la mirada del espectador? ¿Qué estoy poniendo frente a sus ojos y a dónde podría llevar su imaginación con esto? ¿Estoy ayudándolo a ver algo no hubiera imaginado de otra manera? ¿Sentirá algo diferente? ¿Cruzará por una experiencia extracotidiana? ¿Se verá a sí mismo, a los otros, a la sociedad o al mundo de una manera diferente? ¿Se hará preguntas? ¿Cambiará  cuestionará su relación ética o política con el mundo que lo rodea?
Es ahí donde está el espesor poético de una obra, y la pertinencia de realizarla hoy.
Y todo eso también es dramaturgia.

Entendida de esta manera, hay más dramaturgia en el mundo de la que normalmente nos imaginamos. El asunto es que estamos empecinados en hacerlo de cierta manera, apegados a ciertas formas que nos enseñaron, ya que al seguir esas formas y esas normas tenemos mejores chances de obtener aprobación y reconocimiento de otros como nosotros.
El año pasado (2016), en la CDMX, un grupo de mujeres encapuchadas irrumpieron en la develación de placa de una obra haciendo ruido con cacerolas y megáfonos, al grito de “Felipe Oliva, violador” Acusaban al director de la obra, de la compañía y del teatro donde se presentaban, de haber abusado sexualmente de varias alumnas y actrices, aprovechando la posición de poder que le daban el aula y el escenario. A media función, de pronto unas "locas histéricas" dan portazo con actitud violenta y escandalosa, acusando al violador y causando conmoción y miedo en la audiencia. Ese es el diseño del acontecimiento, esa es la dramaturgia del acto. Y genera un debate enardecido en redes sociales. Hubo quien dijo que el teatro era sagrado, que mejor hicieran su protesta en otro lado. Que el público qué culpa tenía. Como si los cuerpos de las compañeras no fueran sagrados. Mucho más sagrados que todo el teatro hecho en todos los tiempos, además.
Para mí, este acto fue la mejor obra que se presentó ese año. La mejor dramaturgia, sin duda. (Ese año a mí me dan un premio nacional, pero a ellas les dicen “locas histéricas”)
El acto, a diferencia de todas las obras presentadas ese año, tuvo un impacto concreto: hizo visible un abuso sistemático perpetrado por una persona específica y normalizado por el gremio teatral. Felipe Oliva ahora se esconde, huyendo de las seis denuncias penales en su contra. Hizo visible un abuso sistemático cometido además muchas veces por muchos otros maestros y directores que aún no han sido nombrados, por miedo a represalias. Ahora, cada vez que uno de estos hijos de la chingada piensa en hacer lo mismo, se pregunta si no le van a caer las locas histéricas a arruinarle su coctel. Eso parece poco, pero ya es mucho más de lo que suelen lograr las obras convencionales.
Que no les digan que el performance es el hijo idiota del teatro. Si acaso es el hijo rebelde y raro, el incómodo.

Y por supuesto, no es lo mismo diseñar un acontecimiento poético que un acontecimiento político, que una mezcla de ambos, que los 15 años de rubí, aunque a veces se parecen mucho.
Si hubiera que sintetizarlo podría decirse que la dramaturgia es el diseño o planeación del acontecimiento, y que el acto poético consiste en dirigir la mirada hacia algo que en realidad no está ahí, pero lo intuimos gracias a lo que hacemos o mostramos. O más exactamente, dirigir la mirada para inducir la imaginación y crear cierto tipo de experiencia extracotidiana, que es otra manera de mirar las cosas.
Ambas cosas juntas: acontecimiento diseñado, e imaginación inducida, crean una experiencia única, que si ocurre de manera colectiva y presencial, podemos llamar teatro.
¿Pero a quién le importa el teatro?

 ¿A quién le importa el arte?

Me gusta pensar en el arte como una herramienta para mirar el mundo de otra manera. El arte como un gimnasio de la imaginación. Me gusta pensarlo así porque me resulta útil para desarrollar ciertas ideas alrededor de esta actividad.
¿De qué sirve? Pues para eso, para entrenar la imaginación como si fuera un músculo. Un músculo que se atrofia si no se lo usa frecuentemente.
Todos los niños hacen arte y ejercitan su imaginación; el problema es que en algún punto del camino alguien les dice “eso está mal” “eso está feo” “tú no sirves para eso” “mejor haz algo de provecho” y por lograr la aceptación de otros, se deja de lado el arte y se pone a dormir la imaginación.
Algunos necios siguen en el camino y se convierten en especialistas. Algunos empiezan a sentirse superiores por pertenecer a este grupo de especialistas, y se convierten en cretinos.
En este gimnasio, o si se prefiere, en este campo de entrenamiento para la imaginación, ocurren cosas interesantes: Se puede imitar gracias al desarrollo de técnicas específicas, fragmentos de la realidad que compartimos con otras personas. Eso mismo se puede presentar (diríamos, representar) deformado, exagerado, sintetizado, desmantelado, repetido, caricaturizado, y de quién sabe cuántas maneras más.
¿Pero eso de qué sirve, a quién le importa?
¿No es solamente un divertimento inútil, un juego caro y sobrevalorado?
Tal vez el arte sea un residuo un poco inútil de la mente creativa del homo sapiens. Pero es un residuo que tiene una facultad insospechada: crear ficciones. Y es gracias a que urdimos ficciones que podemos imaginar ciudades, imperios, dioses, viajes a la luna y partículas sub atómicas, monedas, leyes, congresos, parlamentos y créditos bancarios. La capacidad de hacer arte, de entrenar la imaginación, está detrás de todo eso, para bien o para mal.  
Pero a veces ni siquiera vemos una utilidad concreta, más que inventar y reinventar constantemente el sentido del mundo. Poner las cosas patas arriba.
¿Por qué alguien querría hacer eso?
Peor aún: ¿Por qué alguien querría ver a alguien haciendo eso?
¿Y por qué no?
La imaginación también se entrena viendo entrenar. Mientras más ideas, imágenes, acontecimientos, sonidos, sensaciones, emociones hemos transitado, tenemos mejores posibilidades de conectar unas con otras. Mientras más referentes, la imaginación tiene más campo para ejercitarse.
Por eso resulta atractivo inducir la imaginación (mental y corporal) hacia senderos inexplorados, zonas invisibles del mundo, hacia el descubrimiento, en presente, de aquello que no es evidente, o que siendo evidente es colectiva y voluntariamente ignorado o silenciado. Así, se amplían los horizontes de lo imaginable.
Aunque nos resulta muy difícil convencer a otros de que esta actividad vale algo de dinero. Y luego descubrimos que el poco dinero que hay para el arte está en el lado contrario: donde la imaginación se vuelve rígida y salen al quite los clichés y las repeticiones, las fórmulas de éxito y las modas estilísticas. La imaginación del público ya no se ejercita, simplemente se complace a sí misma confirmando lo que ya sabe. 

¿A quién le importa el dinero?

En un mundo organizado por la ganancia, el crecimiento y el “emprendimiento”, el arte está orillado a generar ganancias, ingresos, sustentabilidad… O bueno, los artistas están obligados, si es que quieren comer y tener vivienda.
¿Por qué el arte tendría que hacer eso?
¿Por qué habría que pagar por ver o disfrutar el arte?
Si el derecho a la cultura está garantizado ¿por qué hay que pagar una entrada al teatro?
Pero si no se pagan entradas al teatro ¿de qué viven los artistas? ¿De qué ganan los dramaturgos?
Copyright, derechos de autor, sí como no.
El teatro es una actividad artesanal, no reproducible de manera masiva, y llamarlo engañosamente “industria teatral” no va a cambiar su condición de economía marginal. Muy pocas teatralidades son rentables en la sociedad que domina el mundo.  
¿Y las otras teatralidades no rentables? ¿Deben desaparecer? ¿Deben ser subsidiadas por el gobierno? ¿Existe alguna alternativa?
¿Qué lugar tiene la dramaturgia en este mundo de comercios y comerciales?
Luego ni los derechos de autor quieren pagar los grupos. ¿Pero no sería mejor si no tuviéramos que cobrar derechos de autor? Que cualquiera pudiera hacer uso de las creaciones de los otros. Software libre. Creatividad y aguacate extra para todos, yo invito.
¿Cómo le hacemos?

 ¿A quién le importa cómo le hacemos?
Se supone que somos profesionales de la imaginación. Pero no logramos salir de los modelos que aprendimos en la escuelita, disciplinados y bien portaditos. Ustedes allá, yo acá, ustedes se callan yo hablo. Al final aplauden.
Nos dijeron que el teatro era una cosa así y asá, y nos conformamos con eso y lo repetimos ad nauseam.
El teatro vive encerrado en recintos oscuros, donde nadie se entera de su existencia más que un grupo de iniciados o distraídos. Recintos donde se consagra a sí mismo, aislado de su sentido: encontrarse con la gente para el entrenamiento imaginativo.
Cuando el teatro sale de su encierro y se encuentra con la gente las cosas cambian, pero casi nadie paga por eso. Y salir del encierro no significa poner una obra en una tarima, y hacer de cuenta que seguimos adentro del cajón oscuro. Significa salir al encuentro de la gente, hablarles de frente, mirarlos a los ojos, hacerlos cómplices del acontecimiento y, sobre todo, escuchar y generar espacios para lo que ellos tienen que decir, para lo que quisieran imaginar.
Tampoco quiero decir que haya que clausurar los edificios teatrales porque ya quedaron obsoletos. La caja negra es un recipiente precioso para la imaginación activa. Lo que sí quiero enfatizar es que al realizar un acto escénico, lo que importa no es lo que sucede en el escenario, no es la escenografía grandiosa o los vestuarios bonitos, no es la imagen tremenda o el efecto impactante, no es el virtuosismo del bailarín, la ejecución perfecta del músico o la actuación conmovedora del histrión. Todo eso son herramientas útiles según se las aplique;  lo importante es qué carajos ocurre en la imaginación de los que están presentes.
Si los artistas y espectadores están ahí confirmando lo que ya saben, repasando los lugares comunes que organizan y anestesian las voluntades, la imaginación no tiene mucho que hacer: se adormece aunque los ojos estén abiertos. Si los artistas y espectadores no entienden qué hacen ni por qué están ahí, si no hay una mínima legibilidad del acontecimiento que active las conexiones, la imaginación se va de paseo y no participa.
¿Pero a quién le importa ejercitar la imaginación?
¿Realmente lo necesitamos?
¿No basta con que unos pocos lo hagan de vez en cuando?
A la gente domesticada por el sistema, enajenada por el trabajo, oprimida por la miseria o por la violencia, a los sumergidos en la inmensidad de las ciudades, atascados en el tráfico, enjaulados en oficinas, en general, no les importan el teatro, ni la dramaturgia. Pero no porque no lo quieran, sino porque no es una opción en el horizonte de posibilidades, ni una lejana prioridad en la organización de su día a día.
Pero, pero, pero…
A los niños les importa.
A los jóvenes les importa, hasta que se burlan de ellos o los matan por dentro con una obra de Luis de Tavira.
A los adultos inadaptados les importa.
A los idiotas (en el buen sentido) les importa.
A los idiotas en el mal sentido (como el presidente, por ejemplo) no les importa.

¿Cómo le hacemos para existir sin dejar de hacer lo que hacemos, sin dejar de ser lo que somos?
¿Cómo le hacemos para que nos importe más y nos importe a todos?



Martín López Brie, 2017

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