ALEGORÍA DEL DRAMATURGO EXPLORADOR Y EL HACEDOR DE LABERINTOS
Supongo que en la dramaturgia (Y
en el teatro) hay dos maneras de hacer eso que el arte hace: expandir el mundo,
dilatar el suspiro del moribundo.
Una es la de aquel que dentro de
su parcela, dibuja sobre las formas de la tierra y compone un complejo
laberinto con los arbustos. En un cuadrito de terreno hace un camino muy largo
para esconder algo que quiere que los visitantes descubran. El mundo exterior
es el fondo, su laberinto es la forma.
Otra, la del que se sube a un
barco y dice: más allá del horizonte hay una tierra inexplorada, bellísima y
misteriosa. Volveré con oro y especias, descubriré grandes yacimientos y criaturas
nunca antes imaginadas. Tal vez la fuente de la eterna juventud… ¿Alguien
quiere financiar mi viaje?
Me siento más cerca de la
primera, aunque añoro el espíritu aventurero de la segunda.
1. El
hacedor de laberintos.
En el primer caso el dramaturgo empieza
su labor azuzado por una voz interior que le habla: “Deberías encerrar a tu
madre en el sótano” o “podrías robarle a esa niña sin que nadie se diera
cuenta”. La voz es persistente con algunas cosas, “Méate en el ponche de la kermés”, “Prepara un pastel de mota la próxima fiesta
familiar” o de plano, en noches de extrema lucidez: “¿Por qué no matas
al presidente, si de todas maneras es un imbécil?” “¿Has pensado que con un par
de aviones podrías derribar el World Trade Center?”, “Préndele fuego a la Secretaría de Hacienda”, “Tú
deberías ser el papa”, “Nada se interpone entre tú y esa botarga del Dr. Simi”.
El dramaturgo finge que no
escuchó nada. Guarda en el sótano o en el armario las cosas que lo incitan. Todas
esas ocurrencias se transforman en monstruos, pequeños minotauros ocurrentes
que deambulan por la casa, se agazapan en los rincones, se contorsionan en las
esquinas, hacen bulla cuando el sueño acude.
La única manera que encuentra
para contenerlas es inventar una estructura que sirva como una jaula, dibujar
una frontera que les impida romper la puerta y salir a la calle. Esa estructura
suele ser un laberinto fabricado con las herramientas y materiales de que
dispone el dramaturgo: palabras (en
específico, palabras que buscan un cuerpo y una voz, palabras escritas para ser
habladas, no sólo leídas).
Las palabras son poderosas, no en su falsa encomienda de definir las
cosas (en general, creo que definen muy poco, cuando no yerran de plano) si no
porque sugieren mucho más de lo que son capaces de expresar. O sea, son ideales
para construir laberintos que mantengan atrapados a esos minotauros tan
ocurrentes mencionados antes.
En ese laberinto los visitantes
podrán extraviarse, seguir un camino que les resulte placentero, fatigarse
hasta encontrar la salida, o dar con el monstruo encerrado adentro.
Ese laberinto tejido de palabras puede
convertirse en una trampa de presencias. (Son palabras para ser habladas, que
necesitan también alguien que las escuche: uno en presencia del otro)
Esas mismas palabras escritas
pueden ser aún más poderosas cuando un hechicero, logomante, mistagogo, actor o
merolico de alameda las pronuncian frente a los incautos. El texto se convierte
en teatro. De modo que el laberinto se abre y recibe así a los que han osado
escuchar, y el minotauro de alguna manera los alcanza... un minotauro nuevo,
renovado, distinto al que se quiso encerrar en un principio, misterioso y desconocido,
uno que cambió durante las horas de trabajo, y que mutará de nuevo al devorar a
su próxima víctima.
El laberinto puede tener muchas
formas. En una pequeña parcela de tierra
se pueden dibujar todas las cosas que existen y otras cosas que no. ¿Pero de
qué está hecho el laberinto? ¿De los muros que definen las palabras, bloqueando
y condicionando el movimiento, o de los caminos que sugieren esas mismas
palabras y se abren al paso del visitante? Se puede decir que ambos, pero ¿qué
porcentaje de cada uno opera en el que recorre el laberinto? ¿Está prestando
atención a los muros que se doblan, al camino que se bifurca, está ansioso de
encontrar la salida o temeroso de ver al monstruo?
Para evitar que escape el
minotauro, el laberinto debe cambiar de forma. Y es que poco a poco el
minotauro aprende a reconocer los caminos, identifica los muros que lo rodean y
descubre las salidas. Al principio es temeroso y cauto, pero poco a poco
empieza a hacer incursiones al exterior cada vez con más audacia. Entonces el
dramaturgo debe expandir el laberinto. O hacer que el laberinto cambie su forma
para desconcertar al monstruo.
Pero existe un riesgo: el creador
obsesionado por esconder el lugar donde
se ha refugiado el monstruo. La criatura
está escondida en un laberinto, y ese laberinto se esconde adentro de otro
laberinto, que a su vez está oculto en los pasillos de otro laberinto… y este
delirio de opacidades y ocultamientos puede no tener fin. El laberinto se
vuelve tan complicado y elaborado que ya nadie sabe qué puede esconder adentro.
Ni a nadie le importa.
A veces ni el dramaturgo sabe si
todavía existe el minotauro.
Ya no importa si hay un monstruo
adentro, y el creador se dedica a decorar y complicar cada vez más el edificio.
Puede ser que algunos admiren su virtuosismo o la belleza de la forma, o
simplemente lo admiren porque no lo entienden… es posible que el mismo
ocultamiento se convierta en el monstruo que hay que ocultar, y el laberinto
devenga en una pesadilla recursiva donde permanece el vértigo, pero ya no hay
abismo.
También existe, claro, el lado
opuesto.
Cuando en realidad no hay un
monstruo, pero el dramaturgo, fascinado por el laberinto de su vecino, quiso
hacer uno propio, consiguió una estatuilla del monstruo de enfrente y la puso
en su jardín, para luego dibujar unos caminos que simulan un laberinto. Se
puede pasear tranquilo por ese jardín, no es difícil salir, porque no necesita
contener lo que hay adentro. Es un paseo divertido y si el laberinto está bien
hecho, se puede gozar admirando la forma de los muros o las curvas de los
caminos. Quien llega al centro puede beber agua o arrojar una moneda a la
fuente donde han colocado la estatuilla. También en este caso, se trata de
disfrutar con el decorado.
Muchos de estos laberintos se
construyen en función del monstruo que deben mantener adentro, o algunos, en
función de los visitantes que quieren extraviar en sus pasillos. A veces ambas cosas. Conforme pasa el tiempo,
el minotauro cambia y cambia el laberinto.
De la forma del laberinto puede
intuirse la naturaleza del minotauro. ¿Qué tan anchos, húmedos, ventilados, son
los pasillos? ¿Con qué material están fabricados los muros? Porque no es lo
mismo si son de ladrillo, que de roca, o arbustos, o cristales, o telones, o kryptonita.
En la forma del edificio están las pistas para hacer el recorrido.
¿Pero por qué alguien habría de
visitar este delirio? Supongo (sólo
supongo) que el visitante también escucha voces y también guarda un pequeño
minotauro en el ropero que quiere sacar a pasear un rato. O tal vez porque
desea ser devorado. O perderse un rato. Ponerse a prueba. Someterse a la locura
de otro. O quizás necesita un lugar para conspirar, un sitio de encuentro donde
se diga lo que no puede decirse, lo que otros han prohibido o lo que no es
conveniente según la moda o las costumbres. El laberinto esconde al minotauro,
pero puede servir también como casa de refugiados, escondite de los
perseguidos. Algunos, incluso, podrán
encontrar en él cierta iniciación, algo que les será revelado al completar los
pasos, al descifrar los caminos, al entender el trazo (en lo personal,
desconfío de los iniciados, porque han encontrado la verdad).
2. El
explorador de tierras lejanas.
Puede ser que el dramaturgo sienta
un impulso por lanzarse a la aventura más allá del horizonte conocido. ¿Qué hay
detrás de aquellas montañas? ¿Dónde desemboca este río? Si cruzo aquellos mares
¿hallaré la tierra prometida?
Otros le han dicho que las
tierras que se conocen son todas las que hay. No hay por qué ir más allá. Los
que se han alejado son devorados por bestias, se pierden en la inmensidad, ya
no vuelven. Pero nada de eso asusta al dramaturgo explorador. Está dispuesto a
entregar su carne a los colmillos de las fieras con tal de descubrir algo que
nadie haya visto antes.
El principal problema es que
obviamente el camino no está hecho. No ha mapas, sólo sugerencias, intuiciones,
en el mejor de los casos hipótesis. Y promesas: habrá tesoros jamás soñados,
una jungla de maravillas, seres fantásticos con la cara en el pecho, o con una
sola pierna con la que se tapan del sol, serpientes emplumadas, ríos de leche,
la fuente de la eterna juventud.
La expectativa es muy clara: al
otro lado del mar, las cosas deben ser mejores. Tal vez el impulso parte de la
decadencia que el dramaturgo siente a su alrededor. Su mundo le resulta
agotado, obsoleto, perverso. O demasiado pobre. O sencillamente aburrido y
decepcionante.
El dramaturgo explorador lleva
consigo las herramientas que le servirán en el viaje: sextante, brújula, mapas
del cielo y de la tierra, todas ellas hechas de palabras. Es posible que en el
camino esas herramientas o instrumentos se vuelvan obsoletos, y se descubran
otros nuevos (También hechos de palabras) o se desechen las palabras y se
busquen diferentes materiales para los utensilios de la exploración.
La exploración es riesgosa, el trayecto
largo, el camino lleno de incertidumbres, nada le garantiza llegar a salvo al
otro lado, o encontrar algo. Habrá quien regrese con un hallazgo importante y
lo comparta con los que le vieron partir. Habrá quien prefiera guardar en
secreto lo que ha descubierto. Habrá quien descubra el hilo negro. Habrá quien
no descubra nada, pero traiga falsificaciones de las maravillas que ha visto (y
no faltará el que le crea). Habrá quien queriendo imitarlos se lance a la
aventura para seguir sus pasos, pero sin saber navegar, sin idea de nada, por
el gusto de arriesgarse, o por el prestigio que espera conseguir a su regreso.
Incluso habrá quien finja que ha viajado sin haber salido de casa.
Puede ser que le dé la vuelta al
mundo sólo para llegar al punto de partida. Para algunos, el viaje en sí mismo
vale la pena, con o sin hallazgos.
Tarde o temprano las palabras
encallan en un cuerpo, se despliegan en el tiempo, se dicen y duran. Se arriba
al teatro y el sentido de la exploración se pone a prueba con los curiosos que
se acercan a ver qué noticias trae el viajero desde los confines que ha
visitado. Puede que se sorprendan o
puede que les parezca poco. Puede ser que no entiendan nada.
El viajero que vuelve es
diferente del que se fue. La tierra a la que regresa también ha cambiado. Sobre
todo porque ha cambiado la manera de mirarla.
3. El
encuentro.
Supongo (una y otra vez) que hay
un punto (o un momento) en el que el explorador encuentra en su viaje a un
hacedor de laberintos y decide explorar al interior de un laberinto que no
conocía.
Supongo también que un hacedor de
laberintos puede construir un barco-laberinto y lanzarse a explorar tierras
lejanas con un minotauro en su cargamento.
Supongo que uno y otro pueden ser
amigos y compartir experiencias. Se puede hacer un laberinto basándose en los
mapas del explorador, o una exploración tomando el laberinto como mapa.
Pareciera que uno de estos
caminos es conservador y el otro está a la vanguardia, pero no necesariamente
es así. Es verdad que quien se arriesga está más cerca del descubrimiento, y
quien se queda tiende a convertir en rutina sus quehaceres. Sin embargo, el explorador puede recorrer el mundo entero
con una idea preconcebida de lo que va a encontrar, y volver diciendo “se los
dije”. O suponiendo que lo que hay más allá está para ser conquistado y
mostrado en una vitrina como testimonio de lo exótico. Nada más conservador.
Por su parte, el hacedor de laberintos puede renovar su visión del mundo
imaginando mundos para la bestia. Puede cambiar la perspectiva del visitante
sobre algún hecho o idea que tenía cuando se asomó al laberinto. Puede hallar
trazos nuevos para los caminos, o nuevos materiales para los muros, o nuevas
trampas para los monstruos.
Supongo que esta alegoría no hace
otra cosa que repetir lo que ya se sabe.
Supongo que me dieron ganas de
contarlo de otra manera.
Martín López Brie
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