martes, 31 de julio de 2018

LA IMPORTANCIA DE LAS OBRAS MARGINALES

El otro día una famosa (prestigiosa, loada y adulada) actriz y productora me preguntó (parafraseo): “¿Y por qué mis impuestos tendrían que subsidiar obras de teatro de hueva que nadie entiende?”
Como el tema de la reunión era otro, no pude responder lo que realmente pienso con profundidad, así es que ahora me doy un tiempito para abundar en el tema.
        
Habría que empezar por acordar cuál es la función social del arte. Tremendo tema. No es un asunto que pueda zanjar yo solito pero adelanto una idea para discutir y poder seguir adelante:
El arte tiene la función (entre muchas otras) de producir cierto tipo de experiencias y maneras de mirar y pensar el mundo de forma diferente.
¿Diferentes a qué? A todo eso que asimilamos como “normal”.
¿Qué utilidad tiene eso para una sociedad? Pues nos permite pensar y sentir no solo desde lo que existe dentro de una norma aceptada y asimilada, sino también desde lo posible (deseable o indeseable).
Visto desde este ángulo, cuando el arte deviene en entretenimiento que reafirma los estereotipos y clichés que la sociedad produce, puede resultar muy gozoso, pero con un grado menor de relevancia desde el punto de vista social. El mero entretenimiento sirve como distractor, pero no produce visiones de mundo diversas. Cuando el entretenimiento viene acompañado con una divergencia sobre el mundo establecido, entonces se vuelve relevante.
El arte teatral, como experiencia viva, tiene además un grado de “contagio” en la emoción que puede devenir en pensamiento. Este contagio no es racional, es físico, biológico y neuronal. Conserva algo de aquellos rituales que hicimos cuando empezábamos la aventura del homo sapiens, y que antes de ser simbolizados como una mitología que explicaba el mundo, eran un acto de reafirmación de la comunidad: una manera de decirnos “esto somos, estamos juntos”.
Esto somos, estamos juntos.
Eso significa, todavía, hacer teatro.
Si existen muchas y diversas maneras de hacer teatro, muchos tipos de opciones y experiencias posibles, existen entonces muchas maneras de ser y estar juntos.
¿Cómo garantizar que haya muchas, diversas y variaditas formas de hacer teatro?
Hoy por hoy conocemos tres modelos posibles: 1. que alguien invierta dinero particular (personal o de una empresa) con la esperanza de recuperarlo luego de las presentaciones por medio de la venta de boletos y/o publicidad. 2. Que un grupo o comunidad (pueblo, barrio, congregación, escuela, familia, grupo de amigos) ponga los recursos para hacer la obra sin esperar nada a cambio más que la obra en sí. 3. Que el estado ponga lo necesario (parcial o totalmente) para que la obra se realice. Cada uno de estos modelos condiciona diferentes tipos de resultados, diferentes tipos de obras.
En el primero, como se espera una recuperación económica, solo pueden existir obras de poco riesgo, que garanticen medianamente bien que la inversión regrese, de preferencia con ganancias. Para esto suele recurrirse a estereotipos que el público acepta fácilmente, y casi siempre, a actores con cierto impacto mediático (sin importar su capacidad o idoneidad)
En el segundo, las obras que pueden existir están condicionadas por los intereses (y recursos disponibles) de la comunidad. Suele tratarse de obras honestas y relevantes (para cada comunidad) en su discurso, aunque muchas veces adolecen de pobreza técnica en su ejecución.
En el tercero, las obras están condicionadas por el criterio (o gusto) de aquellos que deciden cuáles merecen  ser apoyadas por el estado. Si estas personas deciden apoyar obras que se parecen a las primeras, ya sea porque otorgan recursos directos, o porque les dan lugar en los espacios oficiales, o porque reciben estímulos fiscales que no están al alcance de todos, y así reproducen los mismos formatos y estereotipos, entonces la diversidad teatral se empobrece y las posibilidades de ser y estar de maneras diferentes, se reduce.
Por eso me parece importantísimo que obras raras, feas, incomprensibles, incómodas, inclasificables, encuentren apoyo en los recursos que el estado ofrece para ello, y que son los impuestos de todos los ciudadanos. A todos nos conviene que haya obras “de hueva e incomprensibles”, por las que nadie pagaría un boleto, por el simple hecho de que eso nos garantiza  más visiones de mundo.
Es en la zona que está afuera del perímetro (la ex-perimentación) donde se dan los hallazgos, que luego el canon se apropia, domestica y normaliza.

jueves, 17 de mayo de 2018

LOS MUNDOS INABARCABLES DE MEDARDO LANDON


Los relatos de fantasía, como género literario, y en especial los que se centran en la épica heroica, la creación de mundos imaginarios y las aventuras sorprendentes, suelen ser considerados divertimentos juveniles con poca profundidad conceptual y escasos desafíos lingüísticos. Por supuesto, es un prejuicio que se desbarata analizando algunas obras de renombre, como El Señor de los anillos (J. R.R. Tolkien), Kalpa Imperial (Angelica Gorodischer), Titus Groan (Mervyn Peake), La Historia Interminable (M. Ende), Historias de Terramar (Ursula K. Leguin) o Las Puertas de Anubis (Tim Powers) por mencionar algunos. Pero… ¿de dónde nace este prejuicio si la mitología entera, desde Gilgamesh, pasando por la Iliada y el Mahabarata hasta las gestas del rey Arturo pertenecen al mismo género? Obviamente, algo tiene que ver que se comercialicen una inmensa cantidad de obras mediocres sostenidas por un gran aparato de publicidad, cuyo pobre contenido literario deja mal parado no solo al género, sino a la humanidad entera. Pero otro tanto podría decirse de la literatura “seria” o de la ciencia ficción o de la novela policíaca. ¿Será que la presencia de hadas, duendes, elfos, genios, ondinas, dragones y basiliscos está inevitablemente asociado con la infancia (histórica y bilógica)?
El tema da para una tesis doctoral y no pretendo desentrañarlo en este breve comentario, pero quise traerlo a cuento porque quiero hablar de un autor de fantasía mexicano, Medardo Landon Maza Dueñas, quien ha dedicado su vida a la creación de un universo de fantasía complejo, profundo, lleno de maravillas y sorpresas, y sobre todo, muy pertinente en los días que vivimos.
Para empezar, vale decir que en Latinoamérica, el prejuicio señalado antes ha sido incluso más agudo, y las élites literarias han marginado por completo a quienes intentan explorar con sus letras los territorios de la fantasía heroica, y que a diferencia del mundo anglosajón, tampoco han encontrado un nicho óptimo para publicar y comercializar sus libros. Los autores de este tipo se mueven entre la sombra. En el mejor de los casos, se vuelven autores de culto.
El caso de Medardo va por esa ruta. Fuera de los circuitos comerciales y de los parámetros típicos de la consagración literaria, este autor nos ha entregado ya unos cuantos libros de notable contenido. Claramente deudor de la mitología celta, las gestas y bestiarios medievales, las divinidades griegas y nórdicas, las narraciones de Tolkien, Tad Williams y Cervantes, ha configurado a lo largo de diferentes publicaciones un universo narrativo profuso, casi barroco, cuya complejidad vamos descubriendo de a poco conforme hacemos las conexiones entre sus textos. 

Y es que todas sus historias están enlazadas. Todas. Lo que se menciona de paso en uno de los cuentos, resulta el centro de la historia en otra novela, un personaje de reparto acá, se convierte en el protagonista por allá, y un paisaje mencionado como lejano luego aparece como el territorio transitado. Esto nos deja suponer que lo que leemos es apenas la punta de un gran témpano de historias posibles y narrables, a cuál más deleitosas y ponderables. Ah, y como corresponde al género y la costumbre inaugurada por Tolkien, abunda en paratextos, mapas, apéndices, glosarios, que cierran (¿o abren?) la experiencia de lectura más allá de los párrafos del libro. Una invitación para sacar a pasear la imaginación, llevados de la mano por una prosa tenaz y un estilo comprometido, por este mundo rebosante de detalles y complejidades.

Además, y no menos importante, Medardo Maza nos narra en sus historias imbricadas, la gesta de los pequeños. Las criaturas chiquitas, los desfavorecidos, los marginales, los insignificantes son los protagonistas de estas historias. Medardo pone en ellos la esperanza y la responsabilidad de luchar contra la injusticia. No se trata de historias de grandes guerreros ni reyes poderosos (que sí los hay, pero a menudo son el problema) si no de personas al borde del precipicio, cuya dignidad debe ser restituida. Hay, pues, un posicionamiento político, o una política de la mirada: mirar desde abajo. El objetivo de sus héroes no es obtener la corona o la victoria en una gesta de armas, sino sobrevivir, salvar la propia vida y la de los seres queridos. Transformar el mundo por el bien de todos.
Por si fuera poco, en cada libro ha buscado un lenguaje y un público diferentes, según la edad y las temáticas. Desde una serie de libros para niños siguiendo las aventuras de un niño Mordyn (pequeña criatura de pies velludos que vive en un agujero), pasando por una colección de bestiarios donde se describen diversas criaturas fantásticas detallando sus características y lugar en el mundo (unicornios, hadas, vampiros, dragones, etc), hasta las novelas con contenido más duro, para público joven o adulto, como Castillo hueco, una aventura de juventud, de compañerismo, de cofradía adolescente; Hadas en Chapultepec, mixtura entre el México contemporáneo y un mundo subterráneo de duendes y chanekes (merecedora de mención honorífica en el premio Ignacio Manuel Altamirano 2015) o Poker de cuatrillizos, un entramado de historias familiares, política y traiciones, conspiraciones, represión y rebelión, poblado de asesinos seriales, abusadores, redentores, brujas, brujos, paisajes oníricos, y todo contado desde las diferentes perspectivas de personajes cuyas vidas se entrecruzan alrededor de una partida de póker, todo ello envuelto en una estructura sofisticada de capítulos biográficos narrados desde la perspectiva de diferentes personajes. 

Tiene además, un extraordinario ensayo comparativo entre Tolkien y Cervantes, Frodo-Quijote y Sancho-Sam, que fue Primer lugar del X Premio Aelfwine de la Sociedad Tolkien Española, titulado El Quijote y Sancho & Frodo y Sam.
Vale muchísimo la pena sumergirse en el universo de Medardo Landon Maza Dueñas, que demuestra con un fuerte compromiso literario que la fantasía en México puede ser tan sólida y trascendente como la mejor del mundo.
Una muestra de su trabajo, su biografía y publicaciones se pueden ver en el blog del autor en https://elmordyn.wordpress.com/


lunes, 5 de marzo de 2018

LOS PREMIOS COMO PROBLEMA

Somos artistas ansiosos de validación. Tenemos un ego enorme y un corazón frágil. Lo damos todo en cada obra y recibimos muy poco a cambio. Cada rechazo nos hunde y volvemos a levantarnos. Cada crítica, por más objetiva que sea, nos duele como una agresión personal porque nos hemos involucrado tanto en la cosa que hicimos, que ya no sabemos dónde termina la cosa y dónde empezamos nosotros. Cuando nos dicen “tu obra está fea” escuchamos “tú no vales nada”.
Por eso, cuando alguien nos dice “Tu obra está muy bien” hinchamos el pecho y sonreímos. Es como si nos regaran un poco.  Estamos ansiosos de esto.

Cuando nos ganamos un premio, es como si todo el esfuerzo que parecía vano de pronto valiera la pena. ¡Al fin! El premio, de alguna manera, valida los años de trabajo. A veces hasta viene con algo de dinero y se siente bien bonito.
Pero. Pero. Pero.
Para que exista un premiado, tiene que haber muchos que no ganaron el premio.
Eso puede modificar la perspectiva. Ya no es El Premiado, sino El Ganador. Y donde hay un Ganador hay unos Perdedores. Un premio es, entonces, una competencia. Se compite para ver quién es el mejor. ¿O sí no, por qué se compite?


El primer problema está entonces en la competencia.

Cabe la posibilidad de que no compitas de manera voluntaria y simplemente, sin decir golpe avisa, un grupo de personas decide “Vamos a dar un premio a lo mejor de…” y ¡Sopas! Te nominan. O peor: Nominan a otro que estás seguro que es más pendejo y a ti no. Y sin deberla ni temerla, estás compitiendo aunque ni por asomo quieras ganar. Estás compitiendo aunque ya hayan decidido que perdiste.
Un grupo de personas se reúne y pone a competir (en su imaginación) a otras personas que hicieron arte.
Y como saben, la competencia es saludable hasta cierto punto, sobre todo cuando la medida del triunfo es clara y definida: el que salte más alto, el que corra más rápido, el que le rompa su madre al otro. Pero cuando la medida del triunfo está sujeta a apreciaciones subjetivas, la cosa se va pudriendo.
Hace unos días, una amiga me comentaba que, luego de ser nominada en unos premios, otro amigo en común, sintiéndose omitido, le había escrito mensajes indignados, hasta groseros, pero eso sí, insistiendo que esos premios no se podían tomar en serio.
Antes eran amigos, luego se habían distanciado. Ninguno había decidido competir y sin embargo, la competencia los había puesto uno contra la otra. Se puede argumentar que es inmadurez, que hay que saber encajar, que no es para tanto y que “solo son unos premios”. Si, ajá. Pero la anécdota es importante porque se repite una y otra vez con diferentes nombres y en diferentes premiaciones. No es un caso aislado.

Envidias, rencores, frustración, desánimo… daños colaterales de estos eventos. No hay que ser un genio de las matemáticas para darse cuenta de que son muchos más los dañados que los que salen satisfechos.
Los griegos no solo inventaron el teatro, también inventaron los premios para teatro y ya bastante temprano hay testimonio de las envidias que suscitaban, aunque al menos, como acto cívico, reunían a la comunidad (la polis) en sana convivencia alrededor del evento. Hoy en día, los premios vienen envueltos en un falso glamour (glamour cutre, como dije una vez y se armó la trifulca) que intentamos copiarle a Hollywood o a los Tony´s de New York, pero sin rozar ni de lejos el nivel de impacto en medios masivos, de millones de dólares involucrados y de repercusión en el imaginario colectivo, y con nula relevancia social. En lugar de dar estatuillas de oro, nos alcanza para frutsis. Por eso hablar de glamour cutre tiene mucho sentido (y por eso incomoda, ni pedo). Somos un país colonia. Seguiremos siendo colonia si seguimos aspirando a reproducir los modelos que impone el imperio.
En resumen, los premios y las ceremonias de premiación, con la intención de reunirnos como gremio, terminan por distanciarnos al obligarnos a competir sin ningún beneficio común o colectivo.

(Si quieren una divertida muestra de los efectos de la competencia en un grupo, les recomiendo el capítulo 2 (Emancipation) de la temporada 3 de Malcolm el de en medio)


Ahora pasemos a otro punto delicado: La credibilidad del premio.



Toda premiación artística está, necesariamente, sujeta a valoraciones subjetivas (más adelante me detengo en los criterios de valoración). Esto implica que el prestigio que otorga un premio va de la mano del prestigio de quien lo entrega. Es decir, si confiamos en el criterio subjetivo del premiador, le otorgamos cierta credibilidad al premio entregado (a veces, incluso, aunque no nos toque a nosotros).
No es lo mismo si el premio lo dictaminan especialistas, académicos, colegas artistas, críticos, periodistas o el público. Cualquiera que se reúna con unos compadres puede decidir emitir un premio. Para muestra, uno de los premios más preclaros del medio: los jimenitos aguords que una dramaturga y twitera entrega cada año a lo que más le gustó de lo que vio en el ciclo. Esta premiación es ejemplar porque no hay pretensión alguna ni duda de los criterios y procedimientos, es arbitrario, es un juego y punto. La cosa cambia cuando el premio pretende erigirse como un “referente de calidad” según lo expresaron los organizadores de los premios Metro (¡Cuánta soberbia se necesita para autonombrarse “referente de calidad”!), donde los jurados son personalidades “de prestigio” del mismo medio pero, para ser considerado, hay que pagar una lana (o sea que si no pagas, no entras en sus criterios de “calidad”).

¿Y qué pasa cuando el premio lo organizan y dictaminan críticos y periodistas, como los de la APT (Agrupación de Periodistas Teatrales) o la ACPT (Agrupación de Críticos y Periodistas Teatrales)? ¿Qué prestigio o credibilidad tienen estas organizaciones entre teatreros o público? Honestamente no lo sé. Recientemente la ACPT se ha renovado y causado cierto revuelo en el gremio. Al mismo tiempo hay detractores que ven con sospecha la ceremonia y entusiastas que celebran la reunión del gremio en un evento tan bonito. A su favor, podemos decir que no hay que pagar por la nominación, y sin duda, los que forman la asociación ven más teatro que nadie en la ciudad de México (además de la chinga que se ponen organizando el evento). Y sin embargo, el nivel de la crítica y el periodismo en México está en el peor momento de la historia, pues se ha empobrecido drásticamente desde que los periódicos y revistas han renunciado (o reducido al mínimo) a sus secciones de cultura (no venden publicidad ni ejemplares) en favor de secciones de espectáculo (sí vende, de todo) y desde que a los editores ya no les importa lo que escriben los columnistas.
El “prestigio” que debería consolidar estas premiaciones, en las condiciones actuales es muy dudoso. ¿No nos estamos haciendo chaquetitas mentales?


Y entonces llegamos a una parte central del problema: El sistema de consagraciones.

Las premiaciones tienen importancia en la medida en que gente “importante” los considera importantes. Para que alguien sea considerado “importante” en el medio teatral, necesita del reconocimiento del gremio, de la prensa y del público. Un paso fundamental es recibir premios, por ejemplo A modo de caricatura, es algo así como: 1. Para ser importante necesito un premio. 2. Cuando gano un premio (y soy importante), le doy importancia a los que me lo dieron reconociendo su labor. 3. El premio se vuelve importante. 4. Para ser más importante, necesito un premio importante. 5. Repetir hasta que lo absurdo se normalice. . ¿Se entiende el círculo vicioso de la consagración? Todo esto puede suceder sin que el artista haya hecho nada bueno por la comunidad ni nada relevante para las artes. Y puede suceder sin que los premios hayan reconocido ninguna obra trascendente. ¿Y entonces, para qué jugamos este juego?
Obtener un premio, o al menos una nominación, nos ayuda a abrirnos camino en el campo laboral. No es poca cosa en un medio precarizado y cuyo trabajo no está reconocido en ninguna legislación (para las instituciones somos proveedores, o sea, como una especie de intermediarios entre un recurso natural “el arte” que está por ahí y “el público” que quiere consumirlo). Además de la inflación del ego del artista (fundamental), el premio puede favorecer una carrera artística en la medida en que otras personas consideren que el premiado es digno de recibir dinero por lo que hace. O sea, en el mejor de los casos, puede traer consigo mejores condiciones de vida para el artista y es por eso que se vuelve relevante.
¿Pero no deberíamos estar luchando juntos por mejores condiciones de vida para todos, en lugar de pelearnos por un premio que tal vez y solo tal vez mejore un poco (muy poco, en realidad) mis condiciones de vida individuales?
En el juego de consagraciones, constituir un premio otorga poder a quienes lo entregan. Pero para que ese poder sea efectivo, debemos cederlo como gremio. ¿Y en qué nos beneficia como gremio semejante cesión? En el caso de la ACPT y los Metro, me inclino a pensar que los organizadores tienen buenas y legítimas intenciones, pero ¿quién nos protege de que una camarilla de mafiosos se organice para dar unos premios con el fin de intercambiar consagraciones por dinero o cargos públicos? Estoy seguro que no soy el primero al que se le ocurre.
Solo nosotros mismos podemos cuidarnos, atentos a los abusos.


Y un último detallito ¿Cuáles son los criterios de valoración?

Obviamente, hay obras artísticas que son mejores que otras. Pero superado cierto filtro, más allá del nivel básico de desempeño y entendimiento de las herramientas de un arte, decir cual obra es la mejor es un asunto complicado.  Existen criterios más o menos objetivos que pueden considerarse: la maestría en el dominio de una técnica, por ejemplo; o la eficacia para transmitir un mensaje; o la pertinencia del  discurso en la actualidad histórica; o la innovación formal que representa; o la concurrencia del público y su aplauso; o la recaudación en taquilla… ¿Cuál consideramos a la hora de definir un ganador? ¿Por qué una cosa y no la otra? ¿Todos los jurados aplican el mismo criterio?
Ninguna de las premiaciones ha sido clara con esto. Se asume que el criterio de los seleccionadores es inapelable. Punto. Son gente de prestigio. Punto.



¿Y si pensamos de otra manera?
Organizar una premiación implica mucho trabajo, y el esfuerzo de quienes lo hacen debe ser reconocido, sobre todo si confiamos en sus buenas intenciones, más no por eso hay que dejar de señalar los problemas que se generan alrededor. ¿No podríamos canalizar todo ese esfuerzo de una mejor manera? ¿No podríamos organizar reuniones del gremio que realmente nos unan en lugar de distanciarnos? ¿No podríamos organizar eventos de promoción del teatro sin replicar esquemas clasistas y aspiracionales de países güeros? ¿Nuestra imaginación no nos alcanza para más, o qué pasa?
A mí se me antoja mucho más, que el esfuerzo y los recursos invertidos se ocupen para una gran kermés anual de teatro. Sí, tal cual, una kermés con piñata, registro civil, cárcel, tamales y bailongo. O sea, un espacio de reconocimiento y convivencia, con lugar para la promoción de obras en cartelera y próximos estrenos, recuento de lo visto en el año y un minuto de silencio para los que se han ido. Todos convocados y todos juntos.
¿No sería más bonito y útil (y divertido)?


Nota aclaratoria: los memes que ilustran el artículo no los hice yo, fueron tomados de las páginas Me Paso de Gata, Desmotivacionales Teatrales y El Pez Que Fuma. 

miércoles, 3 de enero de 2018

¿HAY DIFERENCIAS ENTRE EL TEATRO COMERCIAL Y EL TEATRO “DE ARTE”?

Recientemente, en el coloquio organizado por la asociación civil RECIO, escuché repetidas veces, en boca de productores, programadores y gente de medios, decir que en realidad no había diferencia entre el teatro comercial y el “otro” teatro, que llamaban “cultural” o “subvencionado” (y que yo llamaré “de arte” de aquí en adelante)[i]
Cuando dije que la prioridad de las obras comerciales no eran los resultados artísticos, Jorge Ortíz de Pinedo me interrumpió, casi gritando y coreado por varias otras productoras, que no era verdad, que cómo podía decir eso.
Me parece que vale la pena dedicarle unas líneas a esta reflexión, porque a mí me resulta bastante clara la diferencia, y me sorprende que no la vean (o no la quieran ver).
Primero, unas preguntas.
  1. ¿Qué tienen en común el teatro comercial y el “otro” teatro?
  2.  ¿Qué tienen de diferente?
  3.  Y lo más inquietante… ¿Por qué a los productores de teatro comercial les preocupa tanto la separación que sugieren estas definiciones?

En primer lugar, debo decir que a mí me preocupa su preocupación, porque intuyo que busca hacer invisibles algunas condiciones que son importantes para nuestro quehacer cotidiano de creadores de teatro: la manera en la que producimos, la manera en que pensamos al público-espectador, la manera en que financiamos, la manera en la que trabajamos, las obligaciones del estado, las condiciones del modelo económico y las etiquetas de la ropa que nos ponemos para asistir a los estrenos.
La primera pregunta se responde sola. Es obvio que ambos tipos de teatro tienen muchas cosas en común, tal vez más cosas en común que diferencias. Edificios teatrales, butacas, maquinaria teatral, escenario, público, boletos, y un largo etc. Pero en este lugar se ubica el principal argumento que se esgrime para decir que son lo mismo: “Si vende boletos, es comercial”. Y bueno, sí, si vende boletos hay ahí una actividad comercial. Incluso podría existir dicha actividad sin venta de boletos, o sin venta de nada; con intercambios, por ejemplo, o con donaciones, o cualquier tipo de transacción aunque no implique dinero alguno. Pero eso es eludir el punto.
En la misma lógica podríamos decir que “Si un actor baila, entonces es danza”.
Es decir, que una obra o un tipo de obras tengan ciertas características de otras no las convierte automáticamente en el mismo tipo obras. Se le llama comercial, porque el objetivo principal es vender boletos, y se le llama “de arte” porque el objetivo principal es expresar un discurso artístico. Es decir, la categoría viene dada por las jerarquías que condicionan el proceso de trabajo.
Otro argumento muy socorrido durante el coloquio mencionado arriba fue que había obras buenas o malas en ambos sectores, y que por lo tanto no servía de nada hacer la diferencia.
También se insistía en que la división nos hacía daño a todos, porque era necesario “dar juntos la batalla” para fortalecer la “industria teatral” (y este es otro tema que merece revisar con lupa: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “industria” teatral?)[ii]
Como se ve, son argumentos simplistas que se sustentan en obviedades, pero vale la pena atenderlos más adelante.

La respuesta a la segunda pregunta aclara un poco el asunto sobre las jerarquías. En primer lugar, la diferencia principal está en el modelo de producción. Ambos modelos se parecen mucho, pero tienen diferencias fundamentales. Quien emprende un proyecto comercial suele ser un productor que invierte su dinero o consigue dinero de inversionistas particulares con el cálculo de recuperar la inversión y obtener alguna ganancia. Para conseguir esto, la realización de la obra se ejecuta en procesos cortos de trabajo, con objetivos y cronogramas muy rigurosos y bien definidos, con actores de cierta fama (de preferencia, que salgan en la tele o en medios masivos), con mucho énfasis en campañas publicitarias,  se presentan en teatros grandes que rentan a particulares (al menos hasta hace poco), con butaquería para 300 o más personas  y en una jerarquía de trabajo donde la última palabra la tiene el productor (Elenco, diseño de cartel, contenido sensible, etc.) por razones obvias.
El teatro “de arte”, sigue un modelo diferente: procesos de trabajo más largos, que implican cierto grado de experimentación y con calendarios más flexibles, que a veces no tienen fecha de salida o conclusión, con actores que no suelen ser conocidos por el público, paupérrima difusión, se presentan casi siempre en teatros pequeños muchas veces con acuerdos porcentuales sobre el ingreso de taquilla y en la jerarquía de trabajo la última palabra la tiene el director de escena o incluso el equipo completo en caso de creaciones colectivas.
Obviamente, no todas las obras catalogadas dentro de estos tipos cumplen todas las condiciones mencionadas, pero digamos que esas son las constantes más frecuentes.
Las obras producidas de una manera, generan ciertas condiciones en el proceso de trabajo que determinan los alcances de cada obra. Por ejemplo: es muy difícil que una obra comercial se arriesgue a experimentar con vanguardias artísticas o nuevas teatralidades, por el simple hecho de que no les da el tiempo (más ensayos equivalen a más dinero invertido) o por temor a que al público no le guste (y por lo tanto, no pague el boleto). Así mismo, es común que las obras de teatro “artístico” no sean del gusto de amplios sectores del público, porque la experimentación con lenguajes muy sofisticados o en proceso de consolidarse resulta ilegible para alguien que no es un especialista (y a veces incluso para los especialistas). También es más frecuente ver temas controversiales en estas obras, porque el discurso de cada una de ellas se centra en la figura de una persona, el director, cuyas necesidades expresivas y discursivas ordenan el trabajo y sus preocupaciones sociales, políticas, éticas, emocionales son las que quedan plasmadas en el escenario.
Y hay otra diferencia importante. El objetivo de las obras.
Todos, o la inmensa mayoría de los teatristas que conozco, se esfuerzan porque las obras les queden lo mejor posible, sean comerciales o no. Es decir, la diferencia no está en el propósito de hacer algo bueno.
Sin embargo, el objetivo principal de una obra comercial es vender boletos. Esto significa que todas las intenciones expresivas y estéticas deberán someterse a consideración respecto al objetivo principal. (¿O por qué razón contratarían a William Levy como actor?)
El objetivo principal de una obra “artística” es expresar algo. Esto significa que las intenciones comerciales  (y a veces hasta la paciencia del público) quedarán sometidas a esta necesidad.[iii]
En una conferencia escuché decir a Tomás Ejea, investigador de la UAM, que la diferencia entre los tipos de teatro la daba aquello que le iba a permitir al realizador, o grupo de realizadores, hacer la siguiente obra. Para un realizador comercial, lo que le permitirá seguir haciendo su trabajo es el éxito comercial de la obra; para un realizador “artístico” lo que le permitirá hacer otra obra será la aceptación de un grupo de “expertos” en teatro que le darán validación a su obra (y con ello, el acceso a subsidios y recintos estatales también subsidiados)
Yo agregaría una ampliación: se distinguen no solamente por sus fines y permanencia o reproductibilidad, sino también por su modelo de financiamiento y producción, que sin duda determinan los resultados estéticos y su alcance de público.
Una última diferencia: el costo del boleto.
El teatro comercial depende en gran medida de recuperar lo invertido por ingreso de taquilla, esto implica que el costo del boleto está definido por un cálculo entre el costo de producir la obra, mantenerla en cartelera y la cantidad de gente que cabe en el teatro. Son boletos caros que representan la dificultad de hacer obras teatrales. Hoy en día, 2018, van de $400 a $1,200 o más.
El teatro “de arte” tiene diferentes formas de financiamiento, pero la más común es el subsidio a través de programas del estado. Esto permite costos más bajos y la posibilidad de que accedan otros públicos a las salas. Los precios van de $45 (descuento para gente de teatro) hasta $300 en salas independientes.

Antes de seguir, aclaro: Todo bien con el teatro comercial. Este artículo no es una diatriba en contra. Me parece genial que alguien consiga hacer que algo tan difícil produzca buenos resultados económicos, venda boletos y alcance a mucha gente. No dudo que tenga un impacto positivo para la comunidad teatral en general, pues genera trabajo remunerado mismo que dignifica a los creadores.
Tampoco me interesa cuestionar la “calidad” de los espectáculos (atendiendo al argumento mencionado antes). Hay cosas excelentes y otras deleznables en el teatro comercial, en la misma proporción que las hay en el teatro “de arte” y en cualquier otro tipo de teatro. Se puede hacer bien o mal, y como es un proceso de trabajo que depende de lo humano, los buenos resultados son siempre difíciles de alcanzar; requieren tiempo, esfuerzo, concentración y dinero (o recursos materiales, al menos).

Y entonces llegamos a la tercera pregunta: ¿Por qué la insistencia en que son lo mismo?
¿Es porque no se han detenido a pensarlo?
¿Es porque quieren la validación, legitimación, consagración o “aura” que tiene la etiqueta de “artístico”?
¿Es porque quieren acceso a los espacios y presupuestos que facilita el estado para darle lugar a expresiones artísticas y así, en un cálculo mercantil, reducir los costos de producción?
Como se ve, no tengo una respuesta para esto, solo más cuestionamientos. Quienes insisten en que son lo mismo tal vez podrían orientarnos un poco.

Todo esto además, se cruza con otro problema no resuelto: el de las políticas públicas sobre el arte en general y sobre el teatro en particular, cuyo abordaje extendería mucho este texto, pero que no quisiera dejar sin mencionar al menos de pasada.
¿Cuál es el papel del estado en el apoyo y subsidio a las artes? ¿Por qué el estado mexicano tendría que dar dinero público para que se produzcan algunas obras de teatro y para que existan teatros de acceso económico? ¿Qué tipo de obras deberían ser apoyadas con el dinero de todos? ¿Por qué unas sí y otras no? ¿Quién decide eso? ¿Quién elige a los que eligen?
Las preguntas del párrafo anterior deberían ser discutidas en grupo por la comunidad teatral, porque no existe una sola respuesta que nos deje satisfechos a todos, y el bien común depende de que definamos juntos qué queremos para la cultura, el arte y el teatro en nuestro país.
El problema, hasta ahora, es que todo esto lo deciden unos pocos, y a veces ni siquiera se lo preguntan, solo siguen inercias o se estancan en burocracias que nos afectan a todos.




[i] La definición de “teatro de arte” merece un artículo por sí misma, pero viene directo de Stanislavsky y en resonancia con el devenir histórico de la puesta en escena como un arte independiente del texto dramático.
[ii] El tema de la “Industria teatral” merece en sí mismo otro artículo. Como aproximación al tema, recomiendo el libro Emprendizajes en cultura: Discursos, instituciones y contradicciones de la empresarialidad cultural, de Jaron Rowan, ed. Traficantes de Sueños.
[iii] Lo “artístico” se define por muchas otras cosas además de la necesidad expresiva de los creadores, pero no hay espacio aquí para abundar en ello. Desde mi punto de vista, una condición importante es la presentación de un punto de vista singular y diferente sobre el mundo que vivimos; es decir, que si una obra nos presenta las cosas como ya sabemos que son las cosas, su valor artístico se reduce de manera significativa. Esto tiene otra consecuencia, y es que el contexto en que se presenta la obra (y no solamente la factura de la misma) determina su pertinencia artística.