miércoles, 16 de agosto de 2017

MALDITOS, LEPROSOS, MARGINALES

Asumamos la marginalidad del teatro.
Digamos “marginal” así como en telenovela, como lo diría Itati Cantoral.
Asumamos que algo así es la actitud del estado frente a nosotros los “marginales”, unos malditos lisiados que estorban y no sirven para hacer negocios.
Pensemos que somos una comunidad en resistencia permanente contra la espectacularización del mundo y de la vida.
Me refiero a ese espectáculo que convierte todo significado y toda simbolización en objeto de consumo. Es decir, consume el símbolo y deja en su lugar un vacío de sentido.
Una obra de consumo es una obra de satisfacción inmediata cuya experiencia se dispersa (consumida) al poco tiempo de haber ocurrido, no perdura en la experiencia de vida ni tiene un lugar importante en la memoria. 
Nos confirma lo que ya sabemos, eso sí, con mucha pirotecnia.
Pensemos de otra manera: imaginemos que esto que hacemos es un ritual profano que celebramos entre nosotros, una comunidad tocada por la poesía (esa que busca nombrar aquello que no puede decirse con palabras).
También le llaman “lo inefable”. Suena mamalón, suena trascendente, pero no nos dejemos confundir por eso.  Intentar hablar de lo que no se puede decir con palabras no es nada del otro mundo, sólo es un trabajo especializado. Y Ser “tocado” por la poesía no es como ser “elegido” por la divinidad, sino más bien como estar enfermo de símbolos y sentidos.
Nuestro principal acto de resistencia consiste en exigir la presencia del otro.
Buscar el encuentro por sobre el medio. La experiencia por sobre la significación.
Y eso significa también aceptar la diferencia por sobre la semejanza.
El mundo en el que vivimos apunta y dispara todas sus metrallas en otra dirección y con esas metrallas pretende exterminarnos.
Enfermos de símbolos y sentidos, somos desechables, como leprosos.
En el mejor de los casos, se nos confina al interior de edificios convenientes, diseñados para que no contagiemos más personas, para sacralizar el encuentro, para encadenarnos con protocolos: primera llamada, telón, segunda llamada, favor de apagar sus teléfonos celulares, tercera llamada, silencio, oscuridad, luces sobre la escena, callen a ese niño…
Y las dudas en torno al ritual: ¿Está bien si me río un poco? ¿Está mal si me duermo? ¿Soy una persona horrible si me salgo? ¿Soy el anticristo si interrumpo y les grito que me matan de aburrimiento? ¿Soy un terrorista si saboteo la función de otros para denunciar violaciones y abusos?
Encerrados en los leprosarios no nos damos cuenta de nuestra lenta extinción.  Nos olvidan de a poco, invisibles, innecesarios.
A duras penas la familia nos visita.
No me malentiendan. Me gustan esos leprosarios, ahí hay gente como yo, a la que le importan más o menos las mismas cosas.
Pero son lugares asépticos, sin contagio. Esa enfermedad del sentido no se reproduce. No hay pandemia. Si acaso unas gripitas pasajeras.
Y si probamos a escaparnos, otra vez las metrallas. Artillería pesada con nombres como “plan de negocios” “Emprendimientos culturales” “Beneficiarios directos” “Plan de medios” “Publicidad” “Marketing” y hasta peor… “¡Coaching!”
De solidaridad nada. ¿Comunidad? ¡Ni madres!
Víctimas de violación sistémica y tumultuaria, nos peleamos entre nosotros por un poco de vaselina.
¿Tiene algún sentido seguir haciendo esto?
Al parecer no. Pero estamos enfermos de sentido. Y la enfermedad es incurable.
Podemos apaciguar temporalmente este delirio con antipsicóticos, pero tarde o temprano vuelven los temblores y las alucinaciones.
Asumamos, pues, la marginalidad.
No queda entonces más remedio que organizar la resistencia.

Y lanzar escupitajos en busca de contagio.