Asumamos la marginalidad del
teatro.
Digamos “marginal” así como en
telenovela, como lo diría Itati Cantoral.
Asumamos que algo así es la
actitud del estado frente a nosotros los “marginales”, unos malditos lisiados
que estorban y no sirven para hacer negocios.
Pensemos que somos una comunidad
en resistencia permanente contra la espectacularización del mundo y de la vida.
Me refiero a ese espectáculo que
convierte todo significado y toda simbolización en objeto de consumo. Es decir,
consume el símbolo y deja en su lugar un vacío de sentido.
Una obra de consumo es una obra
de satisfacción inmediata cuya experiencia se dispersa (consumida) al poco
tiempo de haber ocurrido, no perdura en la experiencia de vida ni tiene un
lugar importante en la memoria.
Nos confirma lo que ya sabemos,
eso sí, con mucha pirotecnia.
Pensemos de otra manera:
imaginemos que esto que hacemos es un ritual profano que celebramos entre
nosotros, una comunidad tocada por la poesía (esa que busca nombrar aquello que
no puede decirse con palabras).
También le llaman “lo inefable”.
Suena mamalón, suena trascendente, pero no nos dejemos confundir por eso. Intentar hablar de lo que no se puede decir con palabras
no es nada del otro mundo, sólo es un trabajo especializado. Y Ser “tocado” por
la poesía no es como ser “elegido” por la divinidad, sino más bien como estar
enfermo de símbolos y sentidos.
Nuestro principal acto de
resistencia consiste en exigir la presencia del otro.
Buscar el encuentro por sobre el
medio. La experiencia por sobre la significación.
Y eso significa también aceptar
la diferencia por sobre la semejanza.
El mundo en el que vivimos apunta
y dispara todas sus metrallas en otra dirección y con esas metrallas pretende
exterminarnos.
Enfermos de símbolos y sentidos,
somos desechables, como leprosos.
En el mejor de los casos, se nos
confina al interior de edificios convenientes, diseñados para que no
contagiemos más personas, para sacralizar el encuentro, para encadenarnos con
protocolos: primera llamada, telón, segunda llamada, favor de apagar sus
teléfonos celulares, tercera llamada, silencio, oscuridad, luces sobre la
escena, callen a ese niño…
Y las dudas en torno al ritual:
¿Está bien si me río un poco? ¿Está mal si me duermo? ¿Soy una persona horrible
si me salgo? ¿Soy el anticristo si interrumpo y les grito que me matan de
aburrimiento? ¿Soy un terrorista si saboteo la función de otros para denunciar
violaciones y abusos?
Encerrados en los leprosarios no
nos damos cuenta de nuestra lenta extinción.
Nos olvidan de a poco, invisibles, innecesarios.
A duras penas la familia nos
visita.
No me malentiendan. Me gustan
esos leprosarios, ahí hay gente como yo, a la que le importan más o menos las
mismas cosas.
Pero son lugares asépticos, sin
contagio. Esa enfermedad del sentido no se reproduce. No hay pandemia. Si acaso
unas gripitas pasajeras.
Y si probamos a escaparnos, otra
vez las metrallas. Artillería pesada con nombres como “plan de negocios” “Emprendimientos
culturales” “Beneficiarios directos” “Plan de medios” “Publicidad” “Marketing”
y hasta peor… “¡Coaching!”
De solidaridad nada. ¿Comunidad?
¡Ni madres!
Víctimas de violación sistémica y
tumultuaria, nos peleamos entre nosotros por un poco de vaselina.
¿Tiene algún sentido seguir
haciendo esto?
Al parecer no. Pero estamos
enfermos de sentido. Y la enfermedad es incurable.
Podemos apaciguar temporalmente
este delirio con antipsicóticos, pero tarde o temprano vuelven los temblores y
las alucinaciones.
Asumamos, pues, la marginalidad.
No queda entonces más remedio que
organizar la resistencia.
Y lanzar escupitajos en busca de
contagio.
Me das en la médula, siento lo mismo y gracias por ponerlo en tan elocuentes, como siempre, palabras.
ResponderEliminarEn la marginalidad estamos y más aquellos que sobreviven sin un nombre de alguien que este sonando en estos tiempos. Eso hace que la resistencia sea mayor..
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