Para empezar:
¿A quién le importa el teatro?
Algunos distraídos, quizás; locos o desorientados.
Las salas vacías por doquier parecen indicar que esta es una actividad
marginal, onerosa, pedante, desvinculada del mundo al que pretende representar
(o reflejar, o criticar, o desmenuzar, o lo que sea que pretenda con el mundo)
Lo esencial de esta actividad tan extraña no es en realidad tan extraño:
un grupo de personas que se reúnen para verse y escucharse, con una condición peculiar
que convierte la reunión en una especie de juego donde unos organizan y
presentan ante otros un universo poético.
Lo importante está en la presencia de los cuerpos y la organización de
la mirada, es decir, en la construcción de un sentido que atraviesa los cuerpos
y los imaginarios.
Es un poco raro pero lo venimos haciendo los humanos desde hace miles de
años.
Luego alguien inventó la escritura y otros decidieron que valía la pena
poner por escrito cómo debía suceder ese juego raro de pararse frente al otro a
contar un cuento o bailar un poco.
Algunas veces, se pusieron por escrito las indicaciones para llevar a
cabo rituales religiosos, sacrificios sagrados; otras veces, fueron las
indicaciones para realizar las etapas de una fiesta popular.
Y así nació la dramaturgia, aunque no se llamara de esa manera.
Imaginar, diseñar y organizar un acontecimiento (y ponerlo por escrito).
La herramienta más útil para diseñar un acontecimiento son las palabras
(todavía).
(Se puede hacer con dibujitos, pero puede ser confuso).
Aunque suele haber una confusión consecuencia del desarrollo histórico
de las cosas: se piensa que las palabras SON la dramaturgia, pero yo creo que no.
Al menos, me resulta más útil pensarlo de otra manera. La dramaturgia como la
imaginación del acontecimiento, la organización de sus partes, la planeación de
cada momento que sucederá en el futuro, frente a otros.
Por eso se habla de dramaturgia del actor, de dramaturgia de la escena,
de dramaturgia del vestuario, de dramaturgia de la imagen… incluso hay
dramaturgia en un mitin político, en una asamblea (cuya división en actos se
llama “orden del día”) o en una junta de negocios. La diferencia con lo que
hacemos los comúnmente llamados “dramaturgos” es que en estos casos no hay
intenciones poéticas de por medio, pues los objetivos son otros.
Pero también hay que señalar que el acontecimiento que se diseña puede
ser un acontecimiento de palabras. Las palabras como expresión verbal de la
literatura pueden devenir en acontecimiento.
El acontecimiento de las palabras.
Como también puede tratarse de cómo se llevan a cabo algunas acciones o
de qué acciones se llevan a cabo exactamente.
El acontecimiento de las acciones.
Esto me resulta útil para pensar algunos problemas que suelen aparecer
en el oficio de la escritura teatral. Uno de ellos es si lo que hacemos es o no
es literatura. O en todo caso si es una literatura de segunda. Mi amigo Francisco Olivié solía repetir: “No me llamen dramaturgo, soy un escritor con capacidades diferentes”. Que es
una manera de señalar la peculiaridad de esta escritura cuya finalidad no es un
texto impreso, sino un escenario vivo.
La historia ha consagrado la dramaturgia como uno de los grandes géneros
literarios, junto a la narrativa y la poesía, y lógicamente ha consagrado sólo
a esa dramaturgia de palabras, la dramaturgia más literaria, la que puede
leerse, la que se pone en los libros y se ajusta al menos a algunos cánones y
estéticas literarias. Ha quedado un importante registro de la dramaturgia
literaria, a tal grado que la historia del teatro suele hacerse partiendo de la
literatura dramática, lo cual se entiende por el valor de registro
historiográfico que puede representar un texto, pero ha tenido como
consecuencia que una buena parte de las personas creen que el teatro son los
textos. Y pues no.
Así pues, vale decir que además, hay una dramaturgia que no es
literaria, que no es literatura o cuyo valor literario es mínimo porque si
llegó a imprimirse en letras fue solo de manera accidental o subsidiaria. Una
dramaturgia que usa procedimientos que no necesariamente pasan por la palabra
escrita, como el story board de una escenografía, o la maqueta que se hace de
la misma donde se ponen los cambios de escenario en el orden en que serán
representados; o una edición de video a partir de los ensayos de un proceso
de creación coreográfico, donde los artistas se preguntan ¿qué ponemos primero,
el solo o la marcha con bastones? ¿Le subimos a la intensidad? ¿Aceleramos o
ralentizamos los movimientos en esta parte? Eso también es dramaturgia. Como
también lo es aquello que hace un director cuando decide cambiar una escena de
lugar, o eliminarla, o crea una imagen dinámica entre una escena y otra. O lo que hace un vestuarista cuando propone
que en la primera escena el personaje vaya con un traje elegante, en la segunda
con el mismo traje, pero ajado y roto, y en la tercera escena con traje de
presidiario ¿notan cómo el vestuario también cuenta una historia? Pero más que
la historia que cuenta, importa el lugar que ocupa dentro del acontecimiento
que se realizará más adelante.
Pensar la dramaturgia desde esta perspectiva sirve también para
liberarnos un poco de las cadenas de la pieza bien escrita. Sirve para sacarnos
de encima el peso de tener que escribir unos personajes, con un conflicto, que
realizan acciones para conseguir ciertos objetivos o para satisfacer sus
deseos. Y no digo que eso esté mal, al contrario. Esas son herramientas
utilísimas al momento de contar una historia. Pero la dramaturgia puede ser
mucho más que eso.
Puede ser tan amplia como preguntar ¿qué quiero que suceda entre los
espectadores y los actores? Y según vaya organizando la respuesta, irá surgiendo
la dramaturgia, una hipótesis de acontecimiento, que puedo formular con
palabras, recortes, fotografías, enlaces a la web, chats, diagramas, tablas
estadísticas y cuanta cosa me resulte útil para planear ese acontecimiento que
estoy imaginando.
Ahora bien, mucho ojo con pensar que liberarse de las cadenas del drama
convencional significa abrirle la puerta al basurero de las ocurrencias.
El drama convencional tiene un lugar hegemónico en la actividad teatral
porque ha desarrollado una serie de herramientas muy eficaces para la
composición escénica. No es casual ni es nada despreciable. Cuando prescindimos
de esas herramientas y decidimos que nuestra obra no tendrá conflicto dramático
debemos preguntarnos ¿y entonces qué herramienta usaré para mantener la
atención del público mientras dura el acontecimiento?
Y quizás más importante: ¿Hacia dónde estoy dirigiendo la mirada del
espectador? ¿Qué estoy poniendo frente a sus ojos y a dónde podría llevar su
imaginación con esto? ¿Estoy ayudándolo a ver algo no hubiera imaginado de otra
manera? ¿Sentirá algo diferente? ¿Cruzará por una experiencia extracotidiana?
¿Se verá a sí mismo, a los otros, a la sociedad o al mundo de una manera
diferente? ¿Se hará preguntas? ¿Cambiará cuestionará su relación ética o política con el
mundo que lo rodea?
Es ahí donde está el espesor poético de una obra, y la pertinencia de
realizarla hoy.
Y todo eso también es dramaturgia.
Entendida de esta manera, hay más dramaturgia en el mundo de la que
normalmente nos imaginamos. El asunto es que estamos empecinados en hacerlo de
cierta manera, apegados a ciertas formas que nos enseñaron, ya que al seguir
esas formas y esas normas tenemos mejores chances de obtener aprobación y
reconocimiento de otros como nosotros.
El año pasado (2016), en la CDMX, un grupo de mujeres encapuchadas
irrumpieron en la develación de placa de una obra haciendo ruido con cacerolas
y megáfonos, al grito de “Felipe Oliva, violador” Acusaban al director de la
obra, de la compañía y del teatro donde se presentaban, de haber abusado
sexualmente de varias alumnas y actrices, aprovechando la posición de poder que
le daban el aula y el escenario. A media función, de pronto unas "locas
histéricas" dan portazo con actitud violenta y escandalosa, acusando al violador
y causando conmoción y miedo en la audiencia. Ese es el diseño del
acontecimiento, esa es la dramaturgia del acto. Y genera un debate enardecido
en redes sociales. Hubo quien dijo que el teatro era sagrado, que mejor
hicieran su protesta en otro lado. Que el público qué culpa tenía. Como si los
cuerpos de las compañeras no fueran sagrados. Mucho más sagrados que todo el
teatro hecho en todos los tiempos, además.
Para mí, este acto fue la mejor obra que se presentó ese año. La mejor
dramaturgia, sin duda. (Ese año a mí me dan un premio nacional, pero a ellas
les dicen “locas histéricas”)
El acto, a diferencia de todas las obras presentadas ese año, tuvo un
impacto concreto: hizo visible un abuso sistemático perpetrado por una persona
específica y normalizado por el gremio teatral. Felipe Oliva ahora se esconde,
huyendo de las seis denuncias penales en su contra. Hizo visible un abuso
sistemático cometido además muchas veces por muchos otros maestros y directores
que aún no han sido nombrados, por miedo a represalias. Ahora, cada vez que uno
de estos hijos de la chingada piensa en hacer lo mismo, se pregunta si no le
van a caer las locas histéricas a arruinarle su coctel. Eso parece poco, pero
ya es mucho más de lo que suelen lograr las obras convencionales.
Que no les digan que el performance es el hijo idiota del teatro. Si
acaso es el hijo rebelde y raro, el incómodo.
Y por supuesto, no es lo mismo diseñar un acontecimiento poético que un
acontecimiento político, que una mezcla de ambos, que los 15 años de rubí, aunque
a veces se parecen mucho.
Si hubiera que sintetizarlo podría decirse que la dramaturgia es el
diseño o planeación del acontecimiento, y que el acto poético consiste en
dirigir la mirada hacia algo que en realidad no está ahí, pero lo intuimos gracias
a lo que hacemos o mostramos. O más exactamente, dirigir la mirada para inducir
la imaginación y crear cierto tipo de experiencia extracotidiana, que es otra
manera de mirar las cosas.
Ambas cosas juntas: acontecimiento diseñado, e imaginación inducida,
crean una experiencia única, que si ocurre de manera colectiva y presencial,
podemos llamar teatro.
¿Pero a quién le importa el teatro?
¿A quién
le importa el arte?
Me gusta pensar en el arte como una herramienta para mirar el mundo de
otra manera. El arte como un gimnasio de la imaginación. Me gusta pensarlo así
porque me resulta útil para desarrollar ciertas ideas alrededor de esta
actividad.
¿De qué sirve? Pues para eso, para entrenar la imaginación como si fuera
un músculo. Un músculo que se atrofia si no se lo usa frecuentemente.
Todos los niños hacen arte y ejercitan su imaginación; el problema es
que en algún punto del camino alguien les dice “eso está mal” “eso está feo”
“tú no sirves para eso” “mejor haz algo de provecho” y por lograr la aceptación
de otros, se deja de lado el arte y se pone a dormir la imaginación.
Algunos necios siguen en el camino y se convierten en especialistas. Algunos
empiezan a sentirse superiores por pertenecer a este grupo de especialistas, y
se convierten en cretinos.
En este gimnasio, o si se prefiere, en este campo de entrenamiento para
la imaginación, ocurren cosas interesantes: Se puede imitar gracias al
desarrollo de técnicas específicas, fragmentos de la realidad que compartimos
con otras personas. Eso mismo se puede presentar (diríamos, representar)
deformado, exagerado, sintetizado, desmantelado, repetido, caricaturizado, y de
quién sabe cuántas maneras más.
¿Pero eso de qué sirve, a quién le importa?
¿No es solamente un divertimento inútil, un juego caro y sobrevalorado?
Tal vez el arte sea un residuo un poco inútil de la mente creativa del
homo sapiens. Pero es un residuo que tiene una facultad insospechada: crear
ficciones. Y es gracias a que urdimos ficciones que podemos imaginar ciudades,
imperios, dioses, viajes a la luna y partículas sub atómicas, monedas, leyes,
congresos, parlamentos y créditos bancarios. La capacidad de hacer arte, de
entrenar la imaginación, está detrás de todo eso, para bien o para mal.
Pero a veces ni siquiera vemos una utilidad concreta, más que inventar y
reinventar constantemente el sentido del mundo. Poner las cosas patas arriba.
¿Por qué alguien querría hacer eso?
Peor aún: ¿Por qué alguien querría ver a alguien haciendo eso?
¿Y por qué no?
La imaginación también se entrena viendo entrenar. Mientras más ideas,
imágenes, acontecimientos, sonidos, sensaciones, emociones hemos transitado,
tenemos mejores posibilidades de conectar unas con otras. Mientras más
referentes, la imaginación tiene más campo para ejercitarse.
Por eso resulta atractivo inducir la imaginación (mental y corporal)
hacia senderos inexplorados, zonas invisibles del mundo, hacia el
descubrimiento, en presente, de aquello que no es evidente, o que siendo
evidente es colectiva y voluntariamente ignorado o silenciado. Así, se amplían
los horizontes de lo imaginable.
Aunque nos resulta muy difícil convencer a otros de que esta actividad vale algo de dinero. Y luego descubrimos que el poco dinero que hay para el arte está en el lado contrario: donde la imaginación se vuelve rígida y salen al quite los clichés y las repeticiones, las fórmulas de éxito y las modas estilísticas. La imaginación del público ya no se ejercita, simplemente se complace a sí misma confirmando lo que ya sabe.
¿A quién le importa el dinero?
En un mundo organizado por la ganancia, el crecimiento y el
“emprendimiento”, el arte está orillado a generar ganancias, ingresos,
sustentabilidad… O bueno, los artistas están obligados, si es que quieren comer
y tener vivienda.
¿Por qué el arte tendría que hacer eso?
¿Por qué habría que pagar por ver o disfrutar el arte?
Si el derecho a la cultura está garantizado ¿por qué hay que pagar una
entrada al teatro?
Pero si no se pagan entradas al teatro ¿de qué viven los artistas? ¿De
qué ganan los dramaturgos?
Copyright, derechos de autor, sí como no.
El teatro es una actividad artesanal, no reproducible de manera masiva,
y llamarlo engañosamente “industria teatral” no va a cambiar su condición de
economía marginal. Muy pocas teatralidades son rentables en la sociedad que
domina el mundo.
¿Y las otras teatralidades no rentables? ¿Deben desaparecer? ¿Deben ser
subsidiadas por el gobierno? ¿Existe alguna alternativa?
¿Qué lugar tiene la dramaturgia en este mundo de comercios y comerciales?
Luego ni los derechos de autor quieren pagar los grupos. ¿Pero no sería
mejor si no tuviéramos que cobrar derechos de autor? Que cualquiera pudiera
hacer uso de las creaciones de los otros. Software libre. Creatividad y
aguacate extra para todos, yo invito.
¿Cómo le hacemos?
¿A quién le importa cómo le hacemos?
Se supone que somos profesionales de la imaginación. Pero no logramos
salir de los modelos que aprendimos en la escuelita, disciplinados y bien
portaditos. Ustedes allá, yo acá, ustedes se callan yo hablo. Al final
aplauden.
Nos dijeron que el teatro era una cosa así y asá, y nos conformamos con
eso y lo repetimos ad nauseam.
El teatro vive encerrado en recintos oscuros, donde nadie se entera de
su existencia más que un grupo de iniciados o distraídos. Recintos donde se
consagra a sí mismo, aislado de su sentido: encontrarse con la gente para el
entrenamiento imaginativo.
Cuando el teatro sale de su encierro y se encuentra con la gente las
cosas cambian, pero casi nadie paga por eso. Y salir del encierro no significa
poner una obra en una tarima, y hacer de cuenta que seguimos adentro del cajón
oscuro. Significa salir al encuentro de la gente, hablarles de frente, mirarlos
a los ojos, hacerlos cómplices del acontecimiento y, sobre todo, escuchar y
generar espacios para lo que ellos tienen que decir, para lo que quisieran
imaginar.
Tampoco quiero decir que haya que clausurar los edificios teatrales
porque ya quedaron obsoletos. La caja negra es un recipiente precioso para la
imaginación activa. Lo que sí quiero enfatizar es que al realizar un acto
escénico, lo que importa no es lo que sucede en el escenario, no es la
escenografía grandiosa o los vestuarios bonitos, no es la imagen tremenda o el
efecto impactante, no es el virtuosismo del bailarín, la ejecución perfecta del
músico o la actuación conmovedora del histrión. Todo eso son herramientas
útiles según se las aplique; lo
importante es qué carajos ocurre en la imaginación de los que están presentes.
Si los artistas y espectadores están ahí confirmando lo que ya saben,
repasando los lugares comunes que organizan y anestesian las voluntades, la
imaginación no tiene mucho que hacer: se adormece aunque los ojos estén
abiertos. Si los artistas y espectadores no entienden qué hacen ni por qué
están ahí, si no hay una mínima legibilidad del acontecimiento que active las
conexiones, la imaginación se va de paseo y no participa.
¿Pero a quién le importa ejercitar la imaginación?
¿Realmente lo necesitamos?
¿No basta con que unos pocos lo hagan de vez en cuando?
A la gente domesticada por el sistema, enajenada por el trabajo,
oprimida por la miseria o por la violencia, a los sumergidos en la inmensidad
de las ciudades, atascados en el tráfico, enjaulados en oficinas, en general,
no les importan el teatro, ni la dramaturgia. Pero no porque no lo quieran,
sino porque no es una opción en el horizonte de posibilidades, ni una lejana
prioridad en la organización de su día a día.
Pero, pero, pero…
A los niños les importa.
A los jóvenes les importa, hasta que se burlan de ellos o los matan por
dentro con una obra de Luis de Tavira.
A los adultos inadaptados les importa.
A los idiotas (en el buen sentido) les importa.
A los idiotas en el mal sentido (como el presidente, por ejemplo) no les
importa.
¿Cómo le hacemos para existir sin dejar de hacer lo que hacemos, sin
dejar de ser lo que somos?
¿Cómo le hacemos para que nos importe más y nos importe a todos?
Martín López Brie, 2017
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