Escribí este texto para la presentación del libro Habitar y Gobernar, de Amador Fernández-Savater, y a la mera hora en lugar de leer y con afán de buscar cierta espontaneidad, y porque el tiempo era corto, acabé balbuceando apenas algunas de estas ideas. No estuvo mal, porque en general prefiero la conversación de café que la exposición formal, pero me quedé con ganas de compartirlo en toda su extensión.
Ahora lo expando un poco, cruzando
aquellas reflexiones con algunas cuestiones del arte la literatura y el teatro,
es decir, con la confección de ficciones poéticas.
El libro de Amador es un paseo
por algunas ideas muy estimulantes sobre cómo imaginamos el cambio social. Va
sobre los imaginarios que configuran la idea de cambio revolucionario. Es un
paseo arriba de un barco pirata que va expropiando conceptos e ideas de otros
autores enriqueciendo el tesoro de una república libre, alegre, y siempre
desafiante del poder institucional; conformando con ellas un pensamiento
temerario pero no violento. Una retaguardia donde la guerra que nos imponen los
imperios coloniales es esquivada, burlada, desarmada por otros medios
diferentes del combate frontal. Es un libro congruente no solo en sus
planteamientos ideológicos, sino en la forma amorosa de expresarlos, una forma
“amadora” de pensar y decir las cosas. Es sobre todo, un libro de preguntas, a
veces explícitas y otras veces sugeridas. Es un libro que invita a seguir
robando y saboteando el pensamiento fijo, chato, reduccionista, esencialista,
determinista, que quiere encerrarnos en casillas y compartimentos, para luego
ponernos precio.
Para invitar a la lectura del
libro, Intentaré compartir las piruetas mentales que fui haciendo mientras me
zambullía en estas ideas, saltando entre los aparejos de la nave pirata, y probaré
a inquirir con ellas algunos aspectos de las situaciones que estamos viviendo
en México en términos políticos y cruzarlas con cosas que me confrontan de
cerca. Disculpen el desorden, porque la lectura me ha disparado los trabucos en
muchas direcciones al mismo tiempo.
REDUCCIONES
De inmediato el texto me ha
puesto a pensar en esas simplificaciones que buscan reducir la complejidad ara
sí controlarla y luego tomar acción (A veces tan necesarias para ayudarnos a
dar un paso, para no ser abrumados por la complejidad o el sinsentido de lo
real). Este procedimiento está asociado en el libro con el paradigma del
gobernar, es decir, con una intención de someter el mundo a una voluntad
unificadora. Al deseo de que el mundo, lo real, se ajuste a nuestras palabras,
a definiciones simples y fijas, para poder modelarlo.
Hoy en México vemos esto en cada
esquina: reducir las relaciones y opiniones políticas a un enfrentamiento a
favor o en contra de la 4T. El paradigma del gobernar nos quiere forzar a tomar
una posición, a decidir en función de un esquema binario y simplista. Una
lógica de buenos y malos. ¿Es posible tomar acción desde otras posiciones?
Y es que desde el esquema
binario, nos vemos obligados a aceptar infamias como Félix Salgado-Macedonio,
con el argumento de que no regresen al poder los ladrones-asesinos de antes. Qué
doloroso y frustrante pensar y hacer nada dentro de esa lógica, que es la que
se nos impone desde los partidos y luego se reproduce entre amigos queridos; no
hay nada para nadie ahí, no hay triunfo posible ni alegría en esa confrontación
artificial. Por eso este texto es una bocanada de aire donde se nos invita a preguntarnos
sobre las alternativas que no aparecen desde la lógica del gobierno y del
poder.
En este paradigma, el mundo se
hace chiquito. Y ahí es donde la ficción, donde la poesía y la narrativa pueden
ayudar un poco: expandiendo el mundo chiquito a muchos mundos posibles en la
imaginación de las personas. ¿Qué otra cosa es un artista sino un campesino que
siembra imaginarios? (Aunque no siempre se logren, vale decirlo). Por eso mismo
también miro con recelo a los policías del arte que condenan expresiones o
ampliaciones del campo mismo, exigiendo que no nos salgamos de la norma, repitiendo
“eso no es teatro” “eso no es arte” cuando se sienten amenazados por la
inestabilidad o indefinición de cosas que no han sido envasadas y domesticadas todavía.
LA MÁQUINA DE ESTEREOTIPOS
Me retumba como cañonazo en medio
de la refriega una frase: “El poder es una máquina de estereotipar”.
El poder necesita de los
estereotipos para poder poseer las cosas. Estereotipar es una forma de
reduccionismo, de simplificación, de pensamiento chato. Basta mirar alrededor
para encontrar las etiquetas fáciles que promueven la condena del otro, y que
impulsan una forma estereotípica de ver el mundo:
“Puta” “Chairo” “Feminazi”
“Terrorista” “Naco” “mamá luchona” “Boomer” “Milenial” Pero también “Machirul”
“Whitexican” “Facho” “Fifí” “Derechango”
Y ojo: las etiquetas no son
estereotipos todavía. Incluso pueden ser útiles para hacer ver una conducta, un
conjunto de características que se presentan juntas con cierta frecuencia. El
problema es que muy rápido y muy fácil se convierten en estereotipos cuando se
masifican, cuando por defecto reducimos al otro a esa sola etiqueta sin
concederle en nuestro imaginario, todas las variables que pueden atravesar las
acciones de una persona.
Y es que las personas nunca son
una sola cosa. Son muchas cosas simultáneas y además dinámicas, se mueven y
cambian con el tiempo. Se puede etiquetar una actitud o una conducta en un
momento dado, pero si definimos al otro en torno a una etiqueta, precisamente
caemos en el juego del poder, en el deseo de simplificar para gobernar aquello
que nos molesta o que no entendemos. Por eso hay que ser cuidadosos con el uso
de las palabras. En un descuido, queriendo posicionarnos del “lado correcto de la
historia”, terminamos jugando con las reglas que nos impone el adversario y ni
nos enteramos.
Los medios de comunicación y las
redes sociales están más llenas que nunca de estas etiquetas y estereotipos. Las
aman y nos hacen amarlas con el goce perverso de sentirnos mejores que los
otros. Nos llenamos la boca y las teclas con ellos, y sin darnos cuenta, nos
amordazamos. Poco a poco renunciamos al pensamiento. Nos volvemos incapaces de
sentir y razonar por afuera del mandato binario.
El procedimiento es similar
cuando en la dramaturgia queremos usar una teoría que analiza las formas de
nuestro arte como un manual de escritura. Como cuando un teórico como Lehman
usa la palabra “posdramático” para describir un conjunto de fenómenos escénicos
y luego queremos leer el libro como si fuera un instructivo de creación. Lo
mismo con Aristóteles y la poética. Pedimos a gritos recetas para el éxito,
definiciones absolutas que de una vez por toda nos saquen de dudas. Y luego ahí
van los críticos a verificar si tal obra cumple con las reglas de un género
dramático. O sea, el anti arte. La reducción de los mundos a un código
chiquito.
EL ENEMIGO
La construcción de un enemigo
también procede por estereotipos.
Para justificar el ataque,
necesitamos estereotipar al otro. Deshumanizarlo. Quitarle la complejidad. En
cambio, para oponerle al terror y al despojo otras formas de vida, no hacen
falta estereotipos deshumanizantes, pues basta con poner en práctica esas otras
formas de vida, y encontrarno con el enemigo, o más bien a “lo enemigo”, en la
tensión que aparece cuando las formas de vida entran en conflicto.
Entre las páginas, Amador
pregunta:
¿Y si no hay otro? ¿Y si el
enemigo es más una lógica (de poder o de explotación) que un ser humano?
Y Juan Gutiérrez le responde
distinguiendo entre “el enemigo” y “lo enemigo”. Donde lo segundo coloca la
amenaza no en personas, sino en las estructuras, en las dinámicas o en las
acciones. Dice Juan Gutiérrez:
“distinguir entre la persona y el problema, porque el otro siempre es más de lo
que está atado al problema en cuestión, aunque a veces se ate tanto que
parezcan lo mismo. Siempre hay vetas donde aparece lo humano, si lo buscas”.
ELITISMO Y EMANCIPACIÓN
También reverbera, escabulléndose
entre las palabras del libro, la definición del elitismo como la presunción de
la incapacidad del otro, donde la labor policial es fijar lo que la gente puede
o no puede hacer según su origen. Suponer que los indios o los negros no hacen
filosofía por el simple hecho de que no piensan igual que los blancos europeos.
Suponer que los obreros son analfabetas y faltos de cultura. Suponer que a la
gente que vive en la calle no le importa el arte.
Me llevo también la idea de que
la emancipación es hacer una experiencia de lo impropio. Ir más allá de uno
mismo, pero no en un sentido de “superación personal” si no de ir más allá de
lo que se ha designado previamente para el rol que nos toca cumplir en la sociedad.
Es moverse un poco del papel que se espera de nosotros cuando ese papel no nos
acomoda del todo (o en nada).
Dice Miguel Benasayag entrevistado
por Amador: “Resistir no solo es oponerse, si no crear, situación por
situación, otros modos de vida y otras relaciones sociales”.
Y no puedo evitar pensar en el
elitismo como una de las razones más fuertes de que el público no vaya a las salas
de teatro. En muchas formas de elitismo que confluyen. Por un lado, el elitismo
de los artistas que se preguntan muy poco por ese “otro” que podría ser
interpelado desde el escenario, más concentrados en “lo que quiero decir” que
en lo que podríamos decir juntos. Pero también en otro elitismo que supone que “el
pueblo” no entiende discursos difíciles o temas complejos, que al pueblo mejor
llevarle comedias simples o vulgares porque eso es lo que les gusta; o que hay
que llevar a los menos favorecidos el “buen arte” a su patio para que se vayan
educando. Y todo atravesado por un elitismo introyectado, estructural, que
lleva a pensar a la gente “eso no es para mí” “no lo voy a entender” porque se
nos ha acostumbrado a una imagen del arte como algo para gente sofisticada, de
cierta clase social, con ciertas características estereotípicas.
¿Cómo nos emancipamos de esta
visión que nos atrapa? ¿Cómo nos movemos de lugar para encontrarnos con otras
personas asumiendo la igualdad de las inteligencias y entendiendo las diferentes
sensibilidades? ¿Cómo construimos con
las herramientas del teatro estas experiencias de lo impropio?
LA REVOLUCIÓN (OCCIDENTAL Y
MODERNA)
Francois Jullien lo plantea así:
dice que en China nunca se pensó la revolución sino hasta que conocieron el
modelo de occidente, y más especialmente la revolución rusa. ¿Qué significa
“revolución”? ¿Existe fuera del paradigma occidental? ¿Será que solo es posible
concebir la revolución dentro de un pensamiento monoteísta, vertical,
totalitario y totalizante? ¿Será que primero es necesario concebirse a uno
mismo como “universal” para suponer que se puede llevar la historia “hacia
adelante”? Al menos esa es la revolución que puebla nuestro imaginario: la que
organizan en la sombra un grupo de conspiradores, que diseñan un plan y luego
lo ejecutan, tomando el poder y desde ahí, cambiando la sociedad. No me lo
había preguntado antes ¿Existe algo como esto previo a la era moderna?, ¿Cómo
se pensaba esto antes de la revolución francesa?
Esta imagen revolucionaria
requiere alguien pensando de manera anticipada los acontecimientos: la
vanguardia o el vanguardista. Lo que me lleva a preguntarme si no nos pasa en
el arte moderno y contemporáneo algo parecido, una necesidad de innovación, de
progreso, de vanguardia que busca imponer a otros el proyecto estético que
“debería ser” en oposición a el conservadurismo que quisiera que las cosas
volvieran a “como eran antes” cuando parecían fáciles de entender, cuando la pintura
se quedaba adentro de su marco y cuando la escultura era puramente bella y
figurativa. La misma lógica dicotómica que bloquea lo más interesante: los
accidentes, la anomalía, los baches, la retaguardia del arte.
Pensar el cambio social más allá
de la imagen, pensarlo desde el sonido, es lo que propone Jullien en la
entrevista. El movimiento silencioso, de largo plazo. Y pensar también ¿Qué
pasa cuando no está pasando nada? El libro está lleno de preguntas como estas,
estimulantes e incitadoras a tomar nuestro propio barco pirata y lanzarnos al
saqueo de otras ideas, de otras ficciones.
UN POCO DE PENSAMIENTO FRIKI
Por último, un cruce de estas
mismas ideas con narraciones de fantasía que pueden ayudarnos a pensar un poco
sin dejar de ser esos ñoños que tanto nos gusta ser.
El Señor de los anillos.
El otro día puso mi amiga Rita
Guidareli en un comentario de Facebook:
Y es que lo que se plantea en el Señor de los
Anillos es simple y tremendo: el poder (representado por el anillo) no se puede
controlar, él te controla. Usarlo, incluso para una “buena causa” es entregarse
al mal. La única solución es destruirlo. Y los únicos capaces de hacerlo, de
resistir la tentación, son los hobbits, los más pequeños, los más
insignificantes, que además, en medio de reinos militares heroicos y gloriosos,
no han construido un solo castillo, y siempre estuvieron ahí, desapercibidos
cuidando sus jardines. No tienen rey ni gobernante. Apenas un alcalde que nadie
sabe qué hace. Y aún al “elegido” lo vence la tentación al final de todo y se
proclama Señor de los Anillos. Y ahí, es la amistad de Sam lo que lo salva, y
su capacidad de ver a una criatura detestable, Gollum, con empatía, lo que
salva al mundo.
Y obviamente, Star Wars.
Confieso que me sentí
envalentonado a meter estas referencias porque en este mismo libro hay un
capítulo que se vale de Juego de Tronos para ilustrar muchas de estas
cuestiones. Gracias Amador.