jueves, 13 de mayo de 2021

APUNTES PARA LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO HABITAR Y GOBERNAR DE AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER

Escribí este texto para la presentación del libro Habitar y Gobernar, de Amador Fernández-Savater, y a la mera hora en lugar de leer y con afán de buscar cierta espontaneidad, y porque el tiempo era corto, acabé balbuceando apenas algunas de estas ideas. No estuvo mal, porque en general prefiero la conversación de café que la exposición formal, pero me quedé con ganas de compartirlo en toda su extensión.

Ahora lo expando un poco, cruzando aquellas reflexiones con algunas cuestiones del arte la literatura y el teatro, es decir, con la confección de ficciones poéticas.

 

El libro de Amador es un paseo por algunas ideas muy estimulantes sobre cómo imaginamos el cambio social. Va sobre los imaginarios que configuran la idea de cambio revolucionario. Es un paseo arriba de un barco pirata que va expropiando conceptos e ideas de otros autores enriqueciendo el tesoro de una república libre, alegre, y siempre desafiante del poder institucional; conformando con ellas un pensamiento temerario pero no violento. Una retaguardia donde la guerra que nos imponen los imperios coloniales es esquivada, burlada, desarmada por otros medios diferentes del combate frontal. Es un libro congruente no solo en sus planteamientos ideológicos, sino en la forma amorosa de expresarlos, una forma “amadora” de pensar y decir las cosas. Es sobre todo, un libro de preguntas, a veces explícitas y otras veces sugeridas. Es un libro que invita a seguir robando y saboteando el pensamiento fijo, chato, reduccionista, esencialista, determinista, que quiere encerrarnos en casillas y compartimentos, para luego ponernos precio.

Para invitar a la lectura del libro, Intentaré compartir las piruetas mentales que fui haciendo mientras me zambullía en estas ideas, saltando entre los aparejos de la nave pirata, y probaré a inquirir con ellas algunos aspectos de las situaciones que estamos viviendo en México en términos políticos y cruzarlas con cosas que me confrontan de cerca. Disculpen el desorden, porque la lectura me ha disparado los trabucos en muchas direcciones al mismo tiempo.

 

REDUCCIONES

De inmediato el texto me ha puesto a pensar en esas simplificaciones que buscan reducir la complejidad ara sí controlarla y luego tomar acción (A veces tan necesarias para ayudarnos a dar un paso, para no ser abrumados por la complejidad o el sinsentido de lo real). Este procedimiento está asociado en el libro con el paradigma del gobernar, es decir, con una intención de someter el mundo a una voluntad unificadora. Al deseo de que el mundo, lo real, se ajuste a nuestras palabras, a definiciones simples y fijas, para poder modelarlo.

Hoy en México vemos esto en cada esquina: reducir las relaciones y opiniones políticas a un enfrentamiento a favor o en contra de la 4T. El paradigma del gobernar nos quiere forzar a tomar una posición, a decidir en función de un esquema binario y simplista. Una lógica de buenos y malos. ¿Es posible tomar acción desde otras posiciones?

Y es que desde el esquema binario, nos vemos obligados a aceptar infamias como Félix Salgado-Macedonio, con el argumento de que no regresen al poder los ladrones-asesinos de antes. Qué doloroso y frustrante pensar y hacer nada dentro de esa lógica, que es la que se nos impone desde los partidos y luego se reproduce entre amigos queridos; no hay nada para nadie ahí, no hay triunfo posible ni alegría en esa confrontación artificial. Por eso este texto es una bocanada de aire donde se nos invita a preguntarnos sobre las alternativas que no aparecen desde la lógica del gobierno y del poder.

En este paradigma, el mundo se hace chiquito. Y ahí es donde la ficción, donde la poesía y la narrativa pueden ayudar un poco: expandiendo el mundo chiquito a muchos mundos posibles en la imaginación de las personas. ¿Qué otra cosa es un artista sino un campesino que siembra imaginarios? (Aunque no siempre se logren, vale decirlo). Por eso mismo también miro con recelo a los policías del arte que condenan expresiones o ampliaciones del campo mismo, exigiendo que no nos salgamos de la norma, repitiendo “eso no es teatro” “eso no es arte” cuando se sienten amenazados por la inestabilidad o indefinición de cosas que no han sido envasadas y domesticadas todavía.

 

LA MÁQUINA DE ESTEREOTIPOS

Me retumba como cañonazo en medio de la refriega una frase: “El poder es una máquina de estereotipar”.

El poder necesita de los estereotipos para poder poseer las cosas. Estereotipar es una forma de reduccionismo, de simplificación, de pensamiento chato. Basta mirar alrededor para encontrar las etiquetas fáciles que promueven la condena del otro, y que impulsan una forma estereotípica de ver el mundo:

“Puta” “Chairo” “Feminazi” “Terrorista” “Naco” “mamá luchona” “Boomer” “Milenial” Pero también “Machirul” “Whitexican” “Facho” “Fifí” “Derechango”

Y ojo: las etiquetas no son estereotipos todavía. Incluso pueden ser útiles para hacer ver una conducta, un conjunto de características que se presentan juntas con cierta frecuencia. El problema es que muy rápido y muy fácil se convierten en estereotipos cuando se masifican, cuando por defecto reducimos al otro a esa sola etiqueta sin concederle en nuestro imaginario, todas las variables que pueden atravesar las acciones de una persona.

Y es que las personas nunca son una sola cosa. Son muchas cosas simultáneas y además dinámicas, se mueven y cambian con el tiempo. Se puede etiquetar una actitud o una conducta en un momento dado, pero si definimos al otro en torno a una etiqueta, precisamente caemos en el juego del poder, en el deseo de simplificar para gobernar aquello que nos molesta o que no entendemos. Por eso hay que ser cuidadosos con el uso de las palabras. En un descuido, queriendo posicionarnos del “lado correcto de la historia”, terminamos jugando con las reglas que nos impone el adversario y ni nos enteramos.  

Los medios de comunicación y las redes sociales están más llenas que nunca de estas etiquetas y estereotipos. Las aman y nos hacen amarlas con el goce perverso de sentirnos mejores que los otros. Nos llenamos la boca y las teclas con ellos, y sin darnos cuenta, nos amordazamos. Poco a poco renunciamos al pensamiento. Nos volvemos incapaces de sentir y razonar por afuera del mandato binario.

El procedimiento es similar cuando en la dramaturgia queremos usar una teoría que analiza las formas de nuestro arte como un manual de escritura. Como cuando un teórico como Lehman usa la palabra “posdramático” para describir un conjunto de fenómenos escénicos y luego queremos leer el libro como si fuera un instructivo de creación. Lo mismo con Aristóteles y la poética. Pedimos a gritos recetas para el éxito, definiciones absolutas que de una vez por toda nos saquen de dudas. Y luego ahí van los críticos a verificar si tal obra cumple con las reglas de un género dramático. O sea, el anti arte. La reducción de los mundos a un código chiquito.

 

EL ENEMIGO

La construcción de un enemigo también procede por estereotipos.

En la entrevista que Amador le hace a Ranciere, el filósofo plantea dos caminos para diferenciarnos de un enemigo: si privilegiamos una estrategia sobre los golpes que le damos, o privilegiando las formas de pensamiento, vida y acción que le oponemos.

Para justificar el ataque, necesitamos estereotipar al otro. Deshumanizarlo. Quitarle la complejidad. En cambio, para oponerle al terror y al despojo otras formas de vida, no hacen falta estereotipos deshumanizantes, pues basta con poner en práctica esas otras formas de vida, y encontrarno con el enemigo, o más bien a “lo enemigo”, en la tensión que aparece cuando las formas de vida entran en conflicto.

Entre las páginas, Amador pregunta:

¿Y si no hay otro? ¿Y si el enemigo es más una lógica (de poder o de explotación) que un ser humano?

Y Juan Gutiérrez le responde distinguiendo entre “el enemigo” y “lo enemigo”. Donde lo segundo coloca la amenaza no en personas, sino en las estructuras, en las dinámicas o en las acciones.  Dice Juan Gutiérrez: “distinguir entre la persona y el problema, porque el otro siempre es más de lo que está atado al problema en cuestión, aunque a veces se ate tanto que parezcan lo mismo. Siempre hay vetas donde aparece lo humano, si lo buscas”.

¿Cómo narramos a ese enemigo en las ficciones poéticas? Y no me refiero solamente al “malo” de algunas historias donde bien y mal se enfrentan. Hablo también de cómo representamos e incorporamos esas estructuras, dinámicas y acciones que se oponen a la reproducción de la vida y los afectos en nuestros relatos o dispositivos escénicos. ¿Cómo concebimos al enemigo inmediato en el mundo del arte? Y tampoco está de más preguntarnos cómo repetimos los patrones dañinos en los procesos de creación, cuando nos volvemos tiranos de nuestros pequeñitos reinos, ya sea en la escuela donde damos clases, en la compañía donde dirigimos obras, en el mismo gremio donde nos desarrollamos profesionalmente.

 

ELITISMO Y EMANCIPACIÓN

También reverbera, escabulléndose entre las palabras del libro, la definición del elitismo como la presunción de la incapacidad del otro, donde la labor policial es fijar lo que la gente puede o no puede hacer según su origen. Suponer que los indios o los negros no hacen filosofía por el simple hecho de que no piensan igual que los blancos europeos. Suponer que los obreros son analfabetas y faltos de cultura. Suponer que a la gente que vive en la calle no le importa el arte.  

Me llevo también la idea de que la emancipación es hacer una experiencia de lo impropio. Ir más allá de uno mismo, pero no en un sentido de “superación personal” si no de ir más allá de lo que se ha designado previamente para el rol que nos toca cumplir en la sociedad. Es moverse un poco del papel que se espera de nosotros cuando ese papel no nos acomoda del todo (o en nada).

Dice Miguel Benasayag entrevistado por Amador: “Resistir no solo es oponerse, si no crear, situación por situación, otros modos de vida y otras relaciones sociales”.

Y no puedo evitar pensar en el elitismo como una de las razones más fuertes de que el público no vaya a las salas de teatro. En muchas formas de elitismo que confluyen. Por un lado, el elitismo de los artistas que se preguntan muy poco por ese “otro” que podría ser interpelado desde el escenario, más concentrados en “lo que quiero decir” que en lo que podríamos decir juntos. Pero también en otro elitismo que supone que “el pueblo” no entiende discursos difíciles o temas complejos, que al pueblo mejor llevarle comedias simples o vulgares porque eso es lo que les gusta; o que hay que llevar a los menos favorecidos el “buen arte” a su patio para que se vayan educando. Y todo atravesado por un elitismo introyectado, estructural, que lleva a pensar a la gente “eso no es para mí” “no lo voy a entender” porque se nos ha acostumbrado a una imagen del arte como algo para gente sofisticada, de cierta clase social, con ciertas características estereotípicas.

¿Cómo nos emancipamos de esta visión que nos atrapa? ¿Cómo nos movemos de lugar para encontrarnos con otras personas asumiendo la igualdad de las inteligencias y entendiendo las diferentes sensibilidades?  ¿Cómo construimos con las herramientas del teatro estas experiencias de lo impropio?

 

LA REVOLUCIÓN (OCCIDENTAL Y MODERNA)

También me sorprendió pensar en la imagen de revolución como una idea occidental (¿Y moderna?), porque crecí escuchando esa palabra con mucha mística alrededor de ella, como un valor universal de cambio y un momento de empujar la historia hacia adelante.

Francois Jullien lo plantea así: dice que en China nunca se pensó la revolución sino hasta que conocieron el modelo de occidente, y más especialmente la revolución rusa. ¿Qué significa “revolución”? ¿Existe fuera del paradigma occidental? ¿Será que solo es posible concebir la revolución dentro de un pensamiento monoteísta, vertical, totalitario y totalizante? ¿Será que primero es necesario concebirse a uno mismo como “universal” para suponer que se puede llevar la historia “hacia adelante”? Al menos esa es la revolución que puebla nuestro imaginario: la que organizan en la sombra un grupo de conspiradores, que diseñan un plan y luego lo ejecutan, tomando el poder y desde ahí, cambiando la sociedad. No me lo había preguntado antes ¿Existe algo como esto previo a la era moderna?, ¿Cómo se pensaba esto antes de la revolución francesa?

Esta imagen revolucionaria requiere alguien pensando de manera anticipada los acontecimientos: la vanguardia o el vanguardista. Lo que me lleva a preguntarme si no nos pasa en el arte moderno y contemporáneo algo parecido, una necesidad de innovación, de progreso, de vanguardia que busca imponer a otros el proyecto estético que “debería ser” en oposición a el conservadurismo que quisiera que las cosas volvieran a “como eran antes” cuando parecían fáciles de entender, cuando la pintura se quedaba adentro de su marco y cuando la escultura era puramente bella y figurativa. La misma lógica dicotómica que bloquea lo más interesante: los accidentes, la anomalía, los baches, la retaguardia del arte.

Pensar el cambio social más allá de la imagen, pensarlo desde el sonido, es lo que propone Jullien en la entrevista. El movimiento silencioso, de largo plazo. Y pensar también ¿Qué pasa cuando no está pasando nada? El libro está lleno de preguntas como estas, estimulantes e incitadoras a tomar nuestro propio barco pirata y lanzarnos al saqueo de otras ideas, de otras ficciones.

 

UN POCO DE PENSAMIENTO FRIKI

Por último, un cruce de estas mismas ideas con narraciones de fantasía que pueden ayudarnos a pensar un poco sin dejar de ser esos ñoños que tanto nos gusta ser.

 

El Señor de los anillos.

El otro día puso mi amiga Rita Guidareli en un comentario de Facebook:

“Ahora que releo “el señor de los anillos”, no puedo dejar de pensar en lo clara que era para Tolkien la potencia destructiva del poder. Aun el más pequeño, el más insulso. Ojalá quienes ocupan cargos públicos y quienes están en posiciones de liderazgo o autoridad (en cualquier espacio) lo tuvieran igual de claro. Así se cacharían cuando cayeran redonditos en la ilusión de soberanía y control del poder. Y así a lo mejor podrían detenerse a tiempo y rectificar. Galadriel, Gandalf y Aragorn... todos esos personajes reconocen su atracción al anillo y su caída segura en caso de usarlo, incluso para bien. En fin, qué cosa más horrible es el poder, y qué débiles somos frente a él. Qué bueno, sin embargo, que tenemos fantasía, para imaginar y construir otros mundos”.

Y es que lo que se plantea en el Señor de los Anillos es simple y tremendo: el poder (representado por el anillo) no se puede controlar, él te controla. Usarlo, incluso para una “buena causa” es entregarse al mal. La única solución es destruirlo. Y los únicos capaces de hacerlo, de resistir la tentación, son los hobbits, los más pequeños, los más insignificantes, que además, en medio de reinos militares heroicos y gloriosos, no han construido un solo castillo, y siempre estuvieron ahí, desapercibidos cuidando sus jardines. No tienen rey ni gobernante. Apenas un alcalde que nadie sabe qué hace. Y aún al “elegido” lo vence la tentación al final de todo y se proclama Señor de los Anillos. Y ahí, es la amistad de Sam lo que lo salva, y su capacidad de ver a una criatura detestable, Gollum, con empatía, lo que salva al mundo.

 

Y obviamente, Star Wars.

Pienso en la trilogía original, y en cómo se establece la construcción del enemigo. En la galaxia, el enemigo está deshumanizado y es inmensamente destructivo: Darth Vader. La gran hazaña del héroe, Luke Skywalker, no es derrotarlo y matarlo, no es destruir al enemigo. Su hazaña es devolverle su humanidad, quitarle la máscara que lo cubre. Y lo mismo que en El Señor de los anillos, en el último episodio son los pequeños e insignificantes los que hacen la diferencia: el pueblo salvaje de los Ewoks. El plan de los rebeldes, el plan de los revolucionarios, había fracasado. Pero gracias a C3PO, el androide diplomático que conoce todas las lenguas y a unas criaturas que a nadie le parecieron importantes, viene el revés que abre la oportunidad de cambiar las cosas. El emperador y “el lado oscuro” tientan e invitan a Luke a convertirse en ellos para gobernar juntos y ahora sí con justicia la galaxia, y con tal de proteger a sus amigos, a la gente que ama, Luke cae por un momento en el juego y ataca, acepta el odio, se vuelve “poderoso” pero solo triunfa cuando suelta la espada y elige no pelear.

 

Confieso que me sentí envalentonado a meter estas referencias porque en este mismo libro hay un capítulo que se vale de Juego de Tronos para ilustrar muchas de estas cuestiones. Gracias Amador.

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