Somos artistas ansiosos de
validación. Tenemos un ego enorme y un corazón frágil. Lo damos todo en cada
obra y recibimos muy poco a cambio. Cada rechazo nos hunde y volvemos a
levantarnos. Cada crítica, por más objetiva que sea, nos duele como una agresión
personal porque nos hemos involucrado tanto en la cosa que hicimos, que ya no
sabemos dónde termina la cosa y dónde empezamos nosotros. Cuando nos dicen “tu
obra está fea” escuchamos “tú no vales nada”.
Por eso, cuando alguien nos dice
“Tu obra está muy bien” hinchamos el pecho y sonreímos. Es como si nos regaran
un poco. Estamos ansiosos de esto.
Cuando nos ganamos un premio, es
como si todo el esfuerzo que parecía vano de pronto valiera la pena. ¡Al fin!
El premio, de alguna manera, valida los años de trabajo. A veces hasta viene
con algo de dinero y se siente bien bonito.
Pero. Pero. Pero.
Para que exista un premiado, tiene
que haber muchos que no ganaron el premio.
Eso puede modificar la
perspectiva. Ya no es El Premiado, sino El Ganador. Y donde hay un Ganador hay unos Perdedores. Un premio es, entonces, una competencia. Se compite
para ver quién es el mejor. ¿O sí no, por qué se compite?
El primer problema está entonces
en la competencia.
Cabe la posibilidad de que no
compitas de manera voluntaria y simplemente, sin decir golpe avisa, un grupo de
personas decide “Vamos a dar un premio a lo mejor de…” y ¡Sopas! Te nominan. O
peor: Nominan a otro que estás seguro que es más pendejo y a ti no. Y sin
deberla ni temerla, estás compitiendo aunque ni por asomo quieras ganar. Estás
compitiendo aunque ya hayan decidido que perdiste.
Un grupo de personas se reúne y
pone a competir (en su imaginación) a otras personas que hicieron arte.
Y como saben, la competencia es
saludable hasta cierto punto, sobre todo cuando la medida del triunfo es clara
y definida: el que salte más alto, el que corra más rápido, el que le rompa su
madre al otro. Pero cuando la medida del triunfo está sujeta a apreciaciones
subjetivas, la cosa se va pudriendo.
Hace unos días, una amiga me
comentaba que, luego de ser nominada en unos premios, otro amigo en común,
sintiéndose omitido, le había escrito mensajes indignados, hasta groseros, pero
eso sí, insistiendo que esos premios no se podían tomar en serio.
Antes eran amigos, luego se
habían distanciado. Ninguno había decidido competir y sin embargo, la
competencia los había puesto uno contra la otra. Se puede argumentar que es
inmadurez, que hay que saber encajar, que no es para tanto y que “solo son unos
premios”. Si, ajá. Pero la anécdota es importante porque se repite una y otra
vez con diferentes nombres y en diferentes premiaciones. No es un caso aislado.
Envidias, rencores, frustración,
desánimo… daños colaterales de estos eventos. No hay que ser un genio de las
matemáticas para darse cuenta de que son muchos más los dañados que los que
salen satisfechos.
Los griegos no solo inventaron el
teatro, también inventaron los premios para teatro y ya bastante temprano hay
testimonio de las envidias que suscitaban, aunque al menos, como acto cívico,
reunían a la comunidad (la polis) en sana convivencia alrededor del evento. Hoy
en día, los premios vienen envueltos en un falso glamour (glamour cutre, como
dije una vez y se armó la trifulca) que intentamos copiarle a Hollywood o a los
Tony´s de New York, pero sin rozar ni de lejos el nivel de impacto en medios
masivos, de millones de dólares involucrados y de repercusión en el imaginario colectivo,
y con nula relevancia social. En lugar de dar estatuillas de oro, nos alcanza
para frutsis. Por eso hablar de glamour cutre tiene mucho sentido (y por eso
incomoda, ni pedo). Somos un país colonia. Seguiremos siendo colonia si
seguimos aspirando a reproducir los modelos que impone el imperio.
En resumen, los premios y las
ceremonias de premiación, con la intención de reunirnos como gremio, terminan
por distanciarnos al obligarnos a competir sin ningún beneficio común o
colectivo.
(Si quieren una divertida muestra
de los efectos de la competencia en un grupo, les recomiendo el capítulo 2 (Emancipation)
de la temporada 3 de Malcolm el de en medio)
Ahora pasemos a otro punto delicado:
La credibilidad del premio.
Toda premiación artística está,
necesariamente, sujeta a valoraciones subjetivas (más adelante me detengo en
los criterios de valoración). Esto implica que el prestigio que otorga un
premio va de la mano del prestigio de quien lo entrega. Es decir, si confiamos
en el criterio subjetivo del premiador, le otorgamos cierta credibilidad al
premio entregado (a veces, incluso, aunque no nos toque a nosotros).
No es lo mismo si el premio lo
dictaminan especialistas, académicos, colegas artistas, críticos, periodistas o
el público. Cualquiera que se reúna con unos compadres puede decidir emitir un
premio. Para muestra, uno de los premios más preclaros del medio: los jimenitos
aguords que una dramaturga y twitera entrega cada año a lo que más le gustó de
lo que vio en el ciclo. Esta premiación es ejemplar porque no hay pretensión
alguna ni duda de los criterios y procedimientos, es arbitrario, es un juego y
punto. La cosa cambia cuando el premio pretende erigirse como un “referente de
calidad” según lo expresaron los organizadores de los premios Metro (¡Cuánta
soberbia se necesita para autonombrarse “referente de calidad”!), donde los
jurados son personalidades “de prestigio” del mismo medio pero, para ser
considerado, hay que pagar una lana (o sea que si no pagas, no entras en sus
criterios de “calidad”).
¿Y qué pasa cuando el premio lo
organizan y dictaminan críticos y periodistas, como los de la APT (Agrupación
de Periodistas Teatrales) o la ACPT (Agrupación de Críticos y Periodistas
Teatrales)? ¿Qué prestigio o credibilidad tienen estas organizaciones entre
teatreros o público? Honestamente no lo sé. Recientemente la ACPT se ha
renovado y causado cierto revuelo en el gremio. Al mismo tiempo hay detractores
que ven con sospecha la ceremonia y entusiastas que celebran la reunión del
gremio en un evento tan bonito. A su favor, podemos decir que no hay que pagar
por la nominación, y sin duda, los que forman la asociación ven más teatro que
nadie en la ciudad de México (además de la chinga que se ponen organizando el
evento). Y sin embargo, el nivel de la crítica y el periodismo en México está
en el peor momento de la historia, pues se ha empobrecido drásticamente desde
que los periódicos y revistas han renunciado (o reducido al mínimo) a sus
secciones de cultura (no venden publicidad ni ejemplares) en favor de secciones
de espectáculo (sí vende, de todo) y desde que a los editores ya no les importa
lo que escriben los columnistas.
El “prestigio” que debería
consolidar estas premiaciones, en las condiciones actuales es muy dudoso. ¿No
nos estamos haciendo chaquetitas mentales?
Y entonces llegamos a una parte
central del problema: El sistema de
consagraciones.
Las premiaciones tienen
importancia en la medida en que gente “importante” los considera importantes.
Para que alguien sea considerado “importante” en el medio teatral, necesita del
reconocimiento del gremio, de la prensa y del público. Un paso fundamental es
recibir premios, por ejemplo A modo de caricatura, es algo así como: 1. Para
ser importante necesito un premio. 2. Cuando gano un premio (y soy importante),
le doy importancia a los que me lo dieron reconociendo su labor. 3. El premio
se vuelve importante. 4. Para ser más importante, necesito un premio
importante. 5. Repetir hasta que lo absurdo se normalice. . ¿Se entiende el
círculo vicioso de la consagración? Todo esto puede suceder sin que el artista
haya hecho nada bueno por la comunidad ni nada relevante para las artes. Y
puede suceder sin que los premios hayan reconocido ninguna obra trascendente.
¿Y entonces, para qué jugamos este juego?
Obtener un premio, o al menos una
nominación, nos ayuda a abrirnos camino en el campo laboral. No es poca cosa en
un medio precarizado y cuyo trabajo no está reconocido en ninguna legislación
(para las instituciones somos proveedores, o sea, como una especie de
intermediarios entre un recurso natural “el arte” que está por ahí y “el
público” que quiere consumirlo). Además de la inflación del ego del artista (fundamental),
el premio puede favorecer una carrera artística en la medida en que otras
personas consideren que el premiado es digno de recibir dinero por lo que hace.
O sea, en el mejor de los casos, puede traer consigo mejores condiciones de
vida para el artista y es por eso que se vuelve relevante.
¿Pero no deberíamos estar
luchando juntos por mejores condiciones de vida para todos, en lugar de
pelearnos por un premio que tal vez y solo tal vez mejore un poco (muy poco, en
realidad) mis condiciones de vida individuales?
En el juego de consagraciones,
constituir un premio otorga poder a quienes lo entregan. Pero para que ese
poder sea efectivo, debemos cederlo como gremio. ¿Y en qué nos beneficia como
gremio semejante cesión? En el caso de la ACPT y los Metro, me inclino a pensar
que los organizadores tienen buenas y legítimas intenciones, pero ¿quién nos
protege de que una camarilla de mafiosos se organice para dar unos premios con
el fin de intercambiar consagraciones por dinero o cargos públicos? Estoy
seguro que no soy el primero al que se le ocurre.
Solo nosotros mismos podemos
cuidarnos, atentos a los abusos.
Y un último detallito ¿Cuáles son los criterios de valoración?
Obviamente, hay obras artísticas
que son mejores que otras. Pero superado cierto filtro, más allá del nivel
básico de desempeño y entendimiento de las herramientas de un arte, decir cual
obra es la mejor es un asunto complicado.
Existen criterios más o menos objetivos que pueden considerarse: la
maestría en el dominio de una técnica, por ejemplo; o la eficacia para
transmitir un mensaje; o la pertinencia del discurso en la actualidad histórica; o la
innovación formal que representa; o la concurrencia del público y su aplauso; o
la recaudación en taquilla… ¿Cuál consideramos a la hora de definir un ganador?
¿Por qué una cosa y no la otra? ¿Todos los jurados aplican el mismo criterio?
Ninguna de las premiaciones ha sido clara con esto. Se asume que el criterio de los seleccionadores es
inapelable. Punto. Son gente de prestigio. Punto.
¿Y si pensamos de otra manera?
Organizar una premiación implica
mucho trabajo, y el esfuerzo de quienes lo hacen debe ser reconocido, sobre
todo si confiamos en sus buenas intenciones, más no por eso hay que dejar de
señalar los problemas que se generan alrededor. ¿No podríamos canalizar todo
ese esfuerzo de una mejor manera? ¿No podríamos organizar reuniones del gremio
que realmente nos unan en lugar de distanciarnos? ¿No podríamos organizar
eventos de promoción del teatro sin replicar esquemas clasistas y
aspiracionales de países güeros? ¿Nuestra imaginación no nos alcanza para más,
o qué pasa?
A mí se me antoja mucho más, que
el esfuerzo y los recursos invertidos se ocupen para una gran kermés anual de
teatro. Sí, tal cual, una kermés con piñata, registro civil, cárcel, tamales y
bailongo. O sea, un espacio de reconocimiento y convivencia, con lugar para la
promoción de obras en cartelera y próximos estrenos, recuento de lo visto en el
año y un minuto de silencio para los que se han ido. Todos convocados y todos
juntos.
¿No sería más bonito y útil (y
divertido)?
Nota aclaratoria: los memes que
ilustran el artículo no los hice yo, fueron tomados de las páginas Me Paso de
Gata, Desmotivacionales Teatrales y El Pez Que Fuma.