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Toma simbólica de CONACULTA, Asamblea de la Comunidad Artística, 2015 |
“En las redes sociales somos un chingo. Cuando se trata de poner el
cuerpo, solo llegamos cinco locos”.
No recuerdo quién lo dijo, en el contexto de la protesta frente a la
secretaría de cultura ante la amenaza de un recorte (otro) de presupuesto y la
desaparición de programas que dejarían a los estados del país sin recursos para
apoyar la cultura. Cinco locos que ponen el cuerpo para defender la cultura
frente a la rapiña institucionalizada.
La frase citada viene a cuento porque en los tiempos recientes se han
llevado a cabo una serie de protestas y acciones por parte de la comunidad
teatral en respuesta a situaciones inadmisibles desde el punto de vista de los
artistas, de las cuales la siguiente lista es un resumen necesariamente
incompleto:
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Dispendio
millonario en un espectáculo del circo del sol para promover la imagen (marca)
de México en el mundo.
-
Retraso
constante en pagos por servicios prestados, por parte de la extinta CONACULTA
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Situación
laboral precaria y dificultades para obtener seguridad social.
-
Recortes
presupuestales escandalosos a los programas sustantivos de la nueva Secretaría
de Cultura.
-
Nepotismo,
dispendio, opacidad y corrupción en la Compañía Nacional de Teatro.
-
Gastos de
parte del FONCA en programas de exiguos resultados como el Encuentro de Artes
Escénicas al mismo tiempo que la desaparición de programas útiles más concretos
como Rutas Escénicas (que apoyaba a grupos para realizar giras artísticas).
-
Jurados del
FONCA que otorgan beca a sus alumnos aunque no tengan trayectorias destacables…
-
Etc.
Y el síntoma recurrente es que en las redes sociales estos temas causan
gran revuelo y tremenda indignación, pero a la hora de hacer presencia en la
calle o en las oficinas para exigir cuentas, solo acudimos unos pocos. ¿Tiene
algún sentido hacer esto? Es la pregunta que se repite cada vez que nos vemos
los mismos otra vez protestando por lo mismo.
La respuesta dependerá de la perspectiva que se tome al respecto. Cada
perspectiva tiene un matiz diferente según se miren los problemas que detonan
la protesta.
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Clausura simbólica de la Secretaría de Cultura y varios institutos en todo el país. Nov. 2016 |
1.
El
problema del mando
¿A quién responden los encargados de la cultura en el país?
Se supone que son servidores públicos, y esto significa que trabajan
para nosotros, los ciudadanos. ¿Podemos despedirlos si son ineficientes? No. A
menos que sigamos un camino: hacer un escándalo mayúsculo cuyo costo político
obligue a la renuncia de alguno de ellos (Y con esta perspectiva, la protesta
virtual y la acción in situ cobran algo de sentido)
Siendo servidores públicos no responden a nuestras necesidades sino a
una agenda política y económica trasnacional que es enemiga frontal del
bienestar de la gente y la naturaleza. Responden
a contingencias y coyunturas de la política de alto nivel, de los presupuestos
de la Secretaría de Hacienda, principalmente. Hacienda, pues, define la
política cultural del país, y organismos financieros internacionales definen la
política de Hacienda: FMI, Banco Mundial, y demás cabezas ponzoñosas del
endriago neoliberal. En resumen, la política cultural del estado mexicano no
tiene nada que ver con la cultura de México. (Y ante esta perspectiva, la
protesta recurrente parece inútil, pues no tiene posibilidades de modificar
esta condición)
2.
El problema
de las “buenas intenciones”
Hemos vivido en un estado asesino, terrorista, y además ineficiente, donde sus perpetradores mandan sobre los funcionarios de cultura, y estos últimos, que
quieren conservar la chamba, obedecen con la excusa de que están ahí para evitar
cosas peores, para conservar algo en medio del saqueo.
Qué nobleza.
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Protesta en el Congreso de la Unión por el recorte a cultura en el PEF 2019 |
Y no es que dudemos de las buenas intenciones de los servidores públicos
de la cultura (bueno, tal vez sí dudamos de algunos) si no que ese acto de
heroísmo tiene un alcance pírrico en las cuestiones sustantivas. Los mejores
logros alcanzados por estos dignos adalides de la comunidad son reformitas a
cuestiones muy menores: unos pesitos más para tal proyecto; que no desaparezca
un programa en vías de extinción; menos dinero para subsidios; pero hay que
celebrar que aún haya algo de dinero, nos dicen. (Y ante esta perspectiva
parece que hacemos daño en lugar de ayudar a los susodichos para que nos
protejan y juntos defendamos el Teatro,
así con T mayúscula).
Qué bueno que existan funcionarios dispuestos a defender lo poco que nos
queda desde adentro, pero mientras la situación laboral de los artistas no
mejore, los esfuerzos “desde adentro” son igual a casi nada.
3.
El
problema del emprendimiento
La única política cultural reconocible y mundialmente difundida, es la
de impulsar los emprendimientos culturales y las industrias creativas. Se
impulsa un modelo en el que el artista debe volverse un empresario de su arte,
siguiendo una serie de procedimientos para encontrar su nicho, su “área de
oportunidad”, reconociendo un público específico (entendido más como consumidor
de lo que se ofrece). El objetivo es, en teoría, hacer la actividad artística
algo rentable siguiendo el camino de las empresas de éxito y la lógica de la
mercadotecnia.
En esencia, lo que se promueve con esta visión es que el artista se
convierta en un explotador y promotor de sí mismo. Y si no consigue el éxito,
es su culpa, por no esforzarse lo suficiente, por no desarrollar habilidades
sociales, por no instrumentalizar su red de contactos y amistades para
consolidar y posicionar su arte, por no saber hacer un plan de negocios (¿y si acaso
no queremos hacer negocios?). Este modelo puede funcionar para algunas
actividades artísticas, sin duda, pero condena al fracaso y desaparición a
muchas otras cuyo valor no es capitalizable y cuya actividad no encuentra
equivalentes en moneda.
Además, no se dice nada del entorno en el que el artista debe realizar
todo eso, ni de cómo otras políticas (impositivas, reguladoras, laborales)
funcionan como obstáculos para el desarrollo de actividades que operan en el
campo de lo simbólico. Todo ello conduce a un estado de precariedad permanente,
de inseguridad y angustia, que favorece conductas competitivas por encima de
conductas colaborativas, donde el individuo y sus logros se imponen sobre lo
común y lo colectivo; es decir, se impone una visión de sociedad-organismo
formada por células que compiten por devorarse unas a otras (células
cancerígenas), en lugar de una sociedad-organismo con células que colaboran
para mantenerse con vida unas a otras.
No solo se trata de una política cultural, sino de una política cargada
de ideología que se hace pasar por “apolítica” y “no ideologizada”. La
ideología subyacente es la del libre mercado: la del mercado como ente
organizador del mundo y la del dinero como dios todopoderoso. Es una ideología
religiosa (en tanto que dogmática) que ha prescindido del componente ético de
otras ideologías y religiones. Al colocar los parámetros de “bien” y “mal” en
el mercado, se convierte en una ideología del mal desde la perspectiva del ser
humano, pues el bienestar de los hombres se convierte solo en una consecuencia
tangencial y excepcional, algo que no es prioritario y de lo que se puede
prescindir con tal de generar ganancias.
4.
El
problema de la ética vs la política
Lo que nos lleva al asunto de la ética.
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Protesta frente a la Secretaría de Turismo por el contrato
del Cirque du Soleil, 2016 |
Hace poco un amigo me recordó que no hay (ni nunca ha habido) moral en
la política y que exigirle una ética es estéril. Me dejó pensando: ¿Y si ese es
el problema?
“El fin justifica los medios” es una frase que nos coloca en la antesala
del mal, porque puede implicar que es lícito quemar brujas (personas reales) para
mantener alejado al diablo (una abstracción, una entelequia). Si tal frase es
el principal axioma de la política, la política está en la antesala del mal, y
solo necesita un empujoncito para pasar al gran salón de la infamia. Al menos
la política que han usurpado los que se sienten “profesionales” de la política.
Y eso incluye la política cultural, aunque exista una diferencia de magnitud en
sus tufos sulfurosos.
Pero si entendemos “lo político” como la gestión de las diferencias para
lograr el bienestar en una comunidad, entonces la ética es un componente
imprescindible, donde “el bien” no es una entidad abstracta que se impone
dogmáticamente, sino una serie de condiciones para que ese bienestar común
suceda.
Tampoco es algo relativo, donde el bien de unos puede significar el mal
de otros, porque se asume que el bien común debe ser incluyente de lo humano y
de la naturaleza en general, y estar dispuesto a negociar las contradicciones
que emerjan en el proceso, no por la imposición, sino a través del acuerdo y el
disenso.
Cuando un grupo de artistas tiene este tipo de consideraciones en mente,
es natural que las prácticas de opacidad, de compadrazgo, de nepotismo, de
favoritismo, de sectarismo, peculado, prevaricación y demás inmoralidades
cotidianas quieran ser impugnadas, exhibidas y repudiadas públicamente. Surge
en oposición al estado insoberano una comunidad ética que reconoce la
injusticia y alza un reclamo (Un estado insoberano que incumple impune, todos
los días, aquel mentado contrato social). Se conforma entonces un disenso
necesario. (Y desde esta perspectiva, la protesta se entiende como desahogo
ante la sordera, pero también como encuentro de los cuerpos que se identifican
con esa postura ética)
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Participantes del 3er Congreso Nacional de Teatro, 2018 |
5.
El
problema laboral
Pero el más grande problema que nos aqueja es una cuestión de
subsistencia. Trabajo hay mucho. Siempre estamos trabajando en algo, ya sean
proyectos personales, encargos ocasionales, cursos, talleres, trabajo
solidario, organización y gestión de proyectos… pero el trabajo artístico nadie
lo paga. Sin las obras de teatro, no existirían los foros para representarlas,
los técnicos que trabajan en ellos, los diseñadores que hacen carteles y
postales, los especialistas en difusión y prensa, los burócratas que administran
la cultura, los altos funcionarios que definen las políticas culturales, los
vigilantes, acomodadores, gente de intendencia, taquilleros y demás
trabajadores de los centros culturales. Todos ellos cobran por su trabajo. Los
artistas no.
Bueno, a veces cobran, pero para lograr eso hay que alcanzar cierto
estatus de validación dentro del medio, cierto prestigio consagratorio que
otorgan otros artistas y funcionarios. Y aún en estos casos, los artistas no
cobran lo que vale su trabajo. Los artistas subsidian con su labor una gran
cadena económica y son los más castigados “porque hacen lo que les gusta”.
Y el problema está en una encrucijada: el derecho a la cultura,
consagrado en el artículo 4º de la constitución desde 2009.
“Toda
persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y
servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus
derechos culturales. El Estado promoverá los medios para la difusión y
desarrollo de la cultura, atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones
y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa. La ley establecerá los mecanismos
para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”.
Tenemos derecho a manifestarnos culturalmente. Tenemos derecho a acceder
a la cultura. El estado debe garantizar ambas cosas. Pero no se dice nada del
derecho a vivir de ello, de hacer de ello una profesión remunerada. La gente,
con o sin estado, con o sin burocracia, con o sin élites y especialistas, crea
cultura en su convivencia diaria, así es que no hay nada que temer al respecto,
la cultura no va a desaparecer aunque nadie destine un solo peso para ello. El
problema es que si no hay una economía saludable que sostenga un quehacer
cultural específico como el teatro, entones no hay posibilidad de una
profesionalización de ese quehacer.
La encrucijada es que necesitamos cobrar por hacer el trabajo que
hacemos, pero la gente no puede pagar el costo del trabajo que hacemos, pues si
el boleto de cada obra costara en función de los costos de producción y
creación, no bajaría de los $400 en los casos más baratos. Una tarifa semejante,
además de excluyente a sectores empobrecidos, solo es permisible en cierto tipo
de espectáculos, pero no en los que tienen un sesgo experimental, intimista o
que se establecen fuera de las dinámicas conocidas. Entonces el estado debe
entrar a subsidiar, para garantizar su existencia, pero los subsidios son
insuficientes y los procesos para otorgarlos resultan opacos y los criterios
dudosos.
El problema laboral de los artistas del teatro está detrás de la mayoría
de las protestas e inconformidades. Mientras no se resuelva este asunto, los
programas y políticas culturales solo podrán aspirar a simples placebos o
paliativos del malestar general. (Y desde esta perspectiva la protesta sirve
para mantener visible ese malestar y evitar que se normalice en nuestros
cuerpos).
Concluyendo
Salimos a la calle y protestamos.
Nos plantamos afuera de CONACULTA, sobre el camellón de reforma, y
organizamos una jornada de 10 horas con mesas de discusión alrededor del
problema de la cultura desde diferentes ángulos, con destacados analistas y
participantes, donde cualquiera que pasara por la calle podía acercarse,
enterarse y sumarse; lo hicimos sin líderes, jefes ni jerarquías ególatras, con
un esfuerzo cooperativo de altísimo rendimiento y jovialidad, donde además se
sumaron eventos artísticos callejeros por demás notables. Lo más destacado de
ese evento fue que los encargados de la oficina salieron a la convocatoria para
decir que mejor lo hiciéramos adentro, por comodidad, cuando justamente lo que
queríamos era que sintieran la incomodidad en la que hacemos arte todos los
días. Fue sintomático también que se dieran por bien servidos con decir cifras
y luego retirarse, sin asomarse ni por error a los temas que se trataba en las
mesas.
Salimos a la calle y protestamos afuera de la secretaría de turismo por
el caso del circo del sol, y presentamos un proyecto alternativo para gastar de
manera más inteligente semejantes cantidades de dinero, a saber, 47.7 millones
de dólares del erario mexicano. Se nos dijo con mucha amabilidad que había que
desarrollar la propuesta de manera mucho más puntual y extensa. Es decir, que
teníamos que hacer un trabajo en el que no somos especialistas, que no sería
remunerado, para tener la oportunidad de ser rechazados oficialmente.
Salimos y protestamos. Bloqueamos la entrada de la secretaría de
cultura, en una acción que se replicó en muchos estados en sus respectivas
instituciones culturales, clausurando simbólicamente los edificios, como
respuesta a las amenazas de recortes. Como siempre, nos recibieron con mucha
amabilidad para diluir el problema en cifras y compromisos nebulosos.
También protestamos por escrito, explicando con amplitud nuestros
motivos y razones de inconformidad, como el caso de la CNT que está ampliamente
documentado, cuyo más reciente agravio fue la total opacidad en la que se
designó al nuevo director, siendo que habíamos pedido que el caso fuera
discutido públicamente por tratarse de una iniciativa sostenida con recursos
públicos.
Lo seguiremos haciendo.
Digan lo que digan, los problemas siguen ahí y seguirán movilizando
gente como no sean atendidos de verdad, y los resultados sean perceptibles por
los que andamos a pata rajada en el día a día de disputarle valor simbólico al
mundo y a las potencias mediático-políticas.
Felizmente, todo ello ha propiciado el encuentro de personas que se
reconocen en sus carencias, rezagos y precariedades. El encuentro en una zona
de dignidad ética, de reconocimiento frente al otro y de extrañamiento frente a
prácticas reconocidas como dañinas y vergonzantes.
Desde esta perspectiva, aunque seamos un puñado de cinco locos, tiene
muchísimo sentido protestar para encontrarnos en esa zona de identidad marginal
y marginada. Reconocernos como distintos y adversarios del sistema-mundo que
nos convierte en instrumentos y mercancías, en marcas-sujeto y activos de
“capital humano”. No queremos ser empresarios, no queremos crear “productos” de
consumo, no aceptamos la trampa del “éxito” ni el espejismo del emprendimiento,
no aceptamos tampoco la mistificación del arte como algo para las élites, algo “sagrado”
o “trascendente” digno de adoración y privilegios, no concebimos esta actividad
como algo aparte ni diferente de otras actividades humanas; queremos dignidad
para desarrollar nuestro trabajo en un entorno propicio a la vida y a la
convivencia; queremos un mundo mejor, pues, y nos juntamos para reconocernos y
construirnos como sujetos de frente a estas condiciones tan jodidamente
jodidas.
El panorama no parece mejorar, sino al contrario. Seguiremos hinchando
las pelotas, como dicen los argentinos, porque nos daría vergüenza aceptar en
silencio los abusos e ineptitudes. A ratos nos fatigamos y nos tomamos un
descanso, pero siempre volvemos, porque hay algo podrido en Dinamarca, y el
tufo no se puede ignorar si respiramos.
Dato curioso: muchas veces los funcionarios de turno nos han pedido que
entreguemos datos duros, proyectos claros, propuestas de políticas culturales
consistentes con el plan general, y cosas por el estilo, aduciendo que están en
la mejor disposición de escuchar y dialogar. Genial. Pero nadie toma en cuenta
que son ellos los que tienen un sueldo asignado para eso, y que nosotros
debemos hacerlo en tiempos robados a otros trabajos, a la vida, sin pago
alguno. La situación no es para nada simétrica. No nos deslindamos de esa
labor, pero consideramos prioritario exponer el malestar que estos políticos de
la cultura no perciben desde la comodidad de sus oficinas.
Para cerrar, conviene destacar que hasta ahora han sido, todas las
veces, protestas bastante divertidas, con epílogos en las cantinas y toda la
cosa. Puede parecer frívolo, pero no lo es. La alegría es precisamente lo que
activa el deseo de estar juntos y trabajar por el bien común.
La alegría del encuentro puede ser incluso más grande que la congoja y
la rabia que nos moviliza.
(Texto escrito en 2017 y publicado en algún lugar que ya no recuerdo)