viernes, 11 de enero de 2019

LA PUESTA EN COMÚN DE LA ESCENA LA PUESTA EN ESCENA DE LA COMUNIDAD



De pronto, parece urgente juntarnos y llorar.
Cada vez con más frecuencia nos sacamos de la manga una junta de sabiondos.
Un conversatorio, un coloquio, un congreso, un muro de los lamentos.
Y ahí (en el muro), pletóricos de melodrama, hacemos honra del histrión que supuestamente somos.
Lloramos un diluvio que amenaza con ahogarnos. Y luego, ya desahogados, suspiramos resignados.
Al menos reunirnos, llorar juntos y vernos las caras vale la pena.
Ojalá que alcancemos a movernos (movilizarnos) un poco.
Desde este muro de los lamentos al que vengo muy seguido, miro al menos tres urgencias muy urgentes: desorganización, precarización y burocratización.

Primer problema: La dificultad de organizarnos.
Cuando tratamos de mirarnos como gremio o comunidad, nos descubrimos pulverizados.
Así nos encontramos buscando arraigo donde solo hay terrenos baldíos. Fatigados en potencia, impotentes en el descanso.
Yo, yo, yo. Nunca nosotros.
Los otros estorban, están equivocados, son idiotas. ¡Es tan reconfortante reconocer que son idiotas! Nos quita de encima el peso de tener que entendernos con ellos. Nos alivia de la carga que supone organizarnos. Como son idiotas, no se puede. Es que uno les explica y no entienden.
Pulverizados. Nunca nosotros, siempre yo.
Pero eso sí, con un montón de problemas comunes que nos acumulan como comunidad.
Tenemos mucho en común pero no aprendemos a comunicarnos. 
Porque sabemos hablar, queremos decir. Aunque muchas veces solo queremos que nos vean decir. La mala costumbre del escenario.
Pero para comunicarse hace falta que alguien escuche. La mala costumbre de la sala vacía.
Salas vacías y diálogos de sordos.
Y el desgaste. Nos cansamos de no estar de acuerdo. Al final no pasa nada, nada cambia.
¿Pero por qué tendríamos que estar de acuerdo?
Lo que nos urge no es estar de acuerdo, sino organizar las diferencias.
Pero primero hay que entender y soportar las diferencias.
Bastaría con reconocer la inconformidad del otro que no es la misma que la mía.
Reconocer la necesidad común de una vida digna como artistas de teatro.
Esa vida digna pasa por la economía de subsistencia del teatrero. Una economía hecha pedazos por el sistema actual que da grandes apoyos a pocas personas y a los demás los deja a merced del mercado y completamente precarizados. Y aunque seamos capaces de reconocerlo, un puñado de cinco locos no alcanza para construir un reclamo ante instituciones y funcionarios. Necesitamos muchos y organizados.
Así es que, para alimentar el desacuerdo, sostengo que el principal problema, el más urgente, está en la situación laboral de los artistas escénicos, y en la confusión que nos ha llevado a vernos como empresarios, la burguesía de la cultura (sin poseer en realidad ningún medio de producción) en lugar de aceptar que somos trabajadores proletarios (lo único que tenemos es nuestra fuerza de trabajo). Lo que me lleva al siguiente punto:

Segundo problema: La precarización (Acompañada del emprendimiento).
Ya sería bueno que nos sacudiéramos de encima ideologías nocivas que se hacen pasar por “realidades económicas inevitables” que incluyen la difusión de conceptos como “marketing cultural” o “empresas creativas” o “industria teatral” según las cuales se busca una salud económica para los proyectos teatrales, atendiendo a las lógicas que impone el mercado, pero (y aquí viene el sesgo ideológico) sin atender al valor simbólico y social que tiene el arte en la construcción de identidades, el cual no es posible traducir a valores monetarios.
¿Cuánto cuesta la sensación de piedad que provoca la anagnórisis de Edipo? ¿Cuál sería el precio de salida en una subasta del orgasmo intelectual que sentimos al escuchar “y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son aunque ninguno lo entiende” ¿Cómo se hace un esquema financiero en torno al sobrecogimiento que alguien podría sentir escuchando el testimonio vivo de una joven que perdió a su padre guerrillero en un ataque al cuartel militar, y le han contado cuatro versiones diferentes de cómo murió, y entonces representa esas cuatro versiones frente a nosotros? ¿De a cómo se cotiza el acto escénico de reconciliación que realiza una mujer cuando nos cuenta sobre su padre alcohólico y golpeador en una obra llena de humor?
Todas estas obras valen mucho más que el costo de su boleto y que el total de recaudación posible por la venta de las funciones. El valor simbólico del arte desborda las tablitas de Excel donde se consolidan los esquemas financieros viables o no viables. Y es que hay una oposición central: las personas, convertidas en consumidores, se han acostumbrado a pagar por cosas que ya conocen, pero son reacios a pagar por cosas inciertas; por su parte, una de las funciones principales del arte es dirigir la mirada hacia los lugares que normalmente no miramos, o hacernos ver ciertas cosas de una manera renovada, es decir, es lo opuesto a lo que los consumidores ya conocen. Por eso, cuando el arte pone el éxito comercial como una prioridad, se trivializa, pues se ve forzado por la lógica del mercado (al público lo que pida –y pague) a poner ante nuestros ojos aquello que ya sabemos. No hay descubrimiento, no hay asombro, no hay sorpresa. El mundo no se renueva ante nuestros ojos, pero el esquema financiero funciona.
Por supuesto que hay obras de arte que alcanzan el éxito comercial, y qué bueno. Pero para que existan las grandes obras de arte, es importantísimo que la prioridad esté puesta en una tierra incógnita todavía por descubrir y llena de posibles fracasos, monstruos y zozobras, pero no en el éxito comercial, porque cuando se prioriza lo segundo, el arte desaparece entre caras de personajes famosos (mal llamados artistas), pocos ensayos y grandes campañas de publicidad.
Obviamente, para hacer arte se necesitan condiciones económicas favorables. Arte y economía no pueden disociarse, porque para producir, el artista debe garantizar su subsistencia y ubicarse en un lugar dentro del tejido social. Pero si observamos la historia de la humanidad, la mayor parte del tiempo el arte se ha sostenido por subsidios y mecenazgos que entregan aquellos a quienes el valor simbólico les ha resultado provechoso: comunidades orgullosas de sí mismas, jerarcas de la religión, nobles ansiosos de mostrar su alcurnia, burgueses en busca de legitimación frente a otros burgueses o nobles… ¿y ahora? ¿Qué ha cambiado o está cambiando? ¿Cuál es la relación actual entre el arte y el dinero o el poder? ¿Tiene algo que ver que el capital ocupa el lugar de Dios en la mística y las motivaciones de la gente? ¿Tiene algo que ver que el capitalismo ha colocado la especulación, el crecimiento y las ganancias en el centro y más allá de sí mismo en un acto de prestidigitación trascendental?
Hace poco escuché esta anécdota: Una directora joven le pregunta a una directora mayor cuánto le debe pagar a un actor específico que quiere contratar. La directora mayor evalúa y dice “¿a ese? Este te sale barato. Con 500 por función se conforma”. ¿Cómo llegamos a esto? Pues gracias a la lógica empresarial de generar la mayor ganancia con la menor inversión. Pero eso no es bueno para el teatro, porque un actor mal pagado, buscará otras fuentes de ingreso para completar sus necesidades y dedicará menos tiempo a perfeccionar su trabajo; porque una obra que se ensaya poco tiempo o se escribe por encargo en un par de semanas tiene muy pocas posibilidades de salir de los clichés y lugares comunes del oficio y de la cultura mediática. El arte necesita tiempo para hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre su relación viva con el público que interactúa. El arte se empobrece si lo condicionamos a obtener ganancias.

Tercer problema: La burocracia que se devora a sí misma.

A modo de caricatura, el diseño institucional funciona más o menos así:
  1.       Creamos una institución para garantizar a la población el acceso a las artes y le metemos presupuesto; contratamos gente que cobra para operar esa institución.
  2.       Hacemos (o rentamos) infraestructura para que la población tenga a dónde ir cuando quiera “consumir” arte. Contratamos gente que opera esa infraestructura. Casi siempre, la construcción de esa infraestructura se convierte en jugosas oportunidades de negocio para contratistas y especuladores inmobiliarios, a los que no les importa una chingada la población que deben atender. Resultado: elefantes blancos.
   3.       Como vemos que hay que poner algo en esos lugares, contratamos (o, de preferencia, les pedimos que lo hagan gratis) a artistas para que hagan obras.
  4.       Pero como los artistas no existen en términos laborales, tenemos que contratarlos como… ¿proveedores? Resultado: los artistas tienen que ajustarse a tiempos y tratos que no toman en cuenta la singularidad de su trabajo. 
   5.       Además, en el país del sospechosismo, ponemos todos los candados imaginables para que la gente no se robe el dinero público y para garantizar que la institución no salga raspada. Resultado: los artistas pasan más tiempo viendo cómo sortear esos candados que haciendo arte, y los que sí roban, que son expertos en burocracias, de todas maneras encuentran la manera de brincarse los candados. Resultado: los que roban siguen robando y los que hacen cada vez hacen menos y cada vez lo hacen peor.
   6.       Como hay que atender a una gran población, administrar y operar los elefantotes blancotes, cuidar que nadie se robe nada, difundir lo que se hace, pagarle a sindicatos rapaces, hacer vínculos con otras instituciones e instancias de gobierno, y tantísimas otras cosas, el dinero para cultura se gasta casi todo (se dice que alrededor del 80%) en administración (sueldos, insumos, autopromoción, viajes) y casi nada en aquello que sostiene y da sentido a toda esa infraestructura: el arte. Resultado: a los artistas les pagan tarde, mal y de malas… si es que les pagan algo.
   7.        Por si no bastaba con eso, la mayor parte del tiempo del trabajo de burócratas administradores de todos los niveles se va en cumplir con los requisitos que la misma institución les impone, o llenando papeles que otras instituciones los obligan a llenar (fiscalizaciones, petición de permisos, justificación de programas, numeralias pormenorizadas de cada año, planes de trabajo detallados e infalibles…) Resultado: no queda tiempo ni recursos para promover el arte, la institución bloquea y dificulta la realización del arte que debería difundir y fomentar.
  8.       La burocracia se alimenta a sí misma para justificar su existencia. En el proceso, debilita su principal razón de ser: el arte. Resultado: 90 % de ciudadanos sin acceso a la cultura, que nunca han visto obras de teatro en su vida y miles de millones de pesos tirados a la basura. Y además: un titipuchal de obras mediocres como consecuencia de las pésimas condiciones en que trabajan los artistas.
Pero eso sí, en el papel, todo está justificado.
¿Y cómo es que aun así hay obras en cartelera? ¿Cómo es que la máquina estúpida camina? Pues principalmente gracias a personas específicas en cargos puntuales que se esfuerzan por hacer lo mejor que se puede con las condiciones que hay, comiendo platos rebosantes de mierda con la esperanza de… (Bueno, no sé bien cuál es la esperanza, pero alguna deben tener). Gente comprometida y con buenas intenciones que evitan que colapse todo. Son pocos y cada vez más arrinconados y con platos más grandes y rebosantes).

¿Y qué podemos hacer?
En un país con tantos muertos ¿qué importa el desempleo de unos cuantos artistas?
Aunque podemos formularlo de otro modo y modelar la realidad que nos contamos:
El país tiene tantos muertos precisamente en el mismo momento en que hay tantos artistas desempleados. ¿Coincidencia?
¿No será que el país se fue al carajo precisamente porque le dimos más importancia a las grandes inversiones y a las finanzas a nivel macroeconómico y menos importancia a las artes y la educación?
¿Por dónde empezamos?
Organizarnos parece una tarea titánica si lo pensamos en escalas nacionales o estatales. Pero todo cambia cuando lo pensamos en un grupo de amigos o simpatizantes. Sí podemos organizarnos entre cinco o veinte. Ese es el primer paso. Un grupo de cinco locos con ganas de cambiar la realidad.
Si nuestra enfermedad es contagiosa, vamos bien.
Y luego ser necios.
Pensar y pensar; pensar mucho aunque hagamos poco. Pocas cosas ocurren si no han sido imaginadas antes.
Reír a diente pelado, reír mucho (pero no a güevo) es importante.
Escuchar. Siempre escuchar antes de hablar. Eso ayuda a no andar suponiendo que uno es más listo que el que tiene enfrente. Antes de hablar callarse un rato.
Estar atentos. Entender que el caos y el azar juegan un papel fundamental, y entonces andar a las vivas para cachar las oportunidades y contingencias que nos vengan a favor.
Y ser necios. (Otra vez)
Y no perder de vista nunca que lo que importan son las personas- Mucho más que las ideas, y muchísimo más que las cosas. Las personas primero.
Y entonces sí, no callarnos ante la injusticia y el abuso. Estamos rodeados.  No callarnos tal vez significa gritar.  Ni modo.
Pero si gritamos organizados, juntos, contagiados, pensando, riendo, habiendo escuchado, habiendo callado, atentos, necios, generosos, por el bien de todos, entonces es posible que cuando cerremos la boca las cosas sean un poco diferentes. Y eso depende de cuántos hayamos gritado juntos incluso aunque no estemos de acuerdo. Ojalá que no estemos de acuerdo, pero que igual gritemos.
Necios.
Juntos.

MARTÍN LÓPEZ BRIE

No hay comentarios:

Publicar un comentario