De pronto, parece urgente
juntarnos y llorar.
Cada vez con más frecuencia nos
sacamos de la manga una junta de sabiondos.
Un conversatorio, un coloquio, un
congreso, un muro de los lamentos.
Y ahí (en el muro), pletóricos de
melodrama, hacemos honra del histrión que supuestamente somos.
Lloramos un diluvio que amenaza
con ahogarnos. Y luego, ya desahogados, suspiramos resignados.
Al menos reunirnos, llorar juntos
y vernos las caras vale la pena.
Ojalá que alcancemos a movernos
(movilizarnos) un poco.
Desde este muro de los lamentos
al que vengo muy seguido, miro al menos tres urgencias muy urgentes:
desorganización, precarización y burocratización.
Primer problema: La dificultad de organizarnos.
Cuando tratamos de mirarnos como
gremio o comunidad, nos descubrimos pulverizados.
Así nos encontramos buscando
arraigo donde solo hay terrenos baldíos. Fatigados en potencia, impotentes en
el descanso.
Yo, yo, yo. Nunca nosotros.
Los otros estorban, están
equivocados, son idiotas. ¡Es tan reconfortante reconocer que son idiotas! Nos
quita de encima el peso de tener que entendernos con ellos. Nos alivia de la
carga que supone organizarnos. Como son idiotas, no se puede. Es que uno les explica
y no entienden.
Pulverizados. Nunca nosotros,
siempre yo.
Pero eso sí, con un montón de
problemas comunes que nos acumulan como comunidad.
Tenemos mucho en común pero no
aprendemos a comunicarnos.
Porque sabemos hablar, queremos
decir. Aunque muchas veces solo queremos que nos vean decir. La mala costumbre
del escenario.
Pero para comunicarse hace falta
que alguien escuche. La mala costumbre de la sala vacía.
Salas vacías y diálogos de
sordos.
Y el desgaste. Nos cansamos de no
estar de acuerdo. Al final no pasa nada, nada cambia.
¿Pero por qué tendríamos que
estar de acuerdo?
Lo que nos urge no es estar de
acuerdo, sino organizar las diferencias.
Pero primero hay que entender y
soportar las diferencias.
Bastaría con reconocer la
inconformidad del otro que no es la misma que la mía.
Reconocer la necesidad común de
una vida digna como artistas de teatro.
Esa vida digna pasa por la
economía de subsistencia del teatrero. Una economía hecha pedazos por el sistema
actual que da grandes apoyos a pocas personas y a los demás los deja a merced
del mercado y completamente precarizados. Y aunque seamos capaces de
reconocerlo, un puñado de cinco locos no alcanza para construir un reclamo ante
instituciones y funcionarios. Necesitamos muchos y organizados.
Así es que, para alimentar el
desacuerdo, sostengo que el principal problema, el más urgente, está en la
situación laboral de los artistas escénicos, y en la confusión que nos ha llevado
a vernos como empresarios, la burguesía de la cultura (sin poseer en realidad
ningún medio de producción) en lugar de aceptar que somos trabajadores
proletarios (lo único que tenemos es nuestra fuerza de trabajo). Lo que me
lleva al siguiente punto:
Segundo problema: La precarización (Acompañada del emprendimiento).
Ya sería bueno que nos
sacudiéramos de encima ideologías nocivas que se hacen pasar por “realidades
económicas inevitables” que incluyen la difusión de conceptos como “marketing
cultural” o “empresas creativas” o “industria teatral” según las cuales se busca
una salud económica para los proyectos teatrales, atendiendo a las lógicas que
impone el mercado, pero (y aquí viene el sesgo ideológico) sin atender al valor
simbólico y social que tiene el arte en la construcción de identidades, el cual
no es posible traducir a valores monetarios.
¿Cuánto cuesta la sensación de
piedad que provoca la anagnórisis de Edipo? ¿Cuál sería el precio de salida en
una subasta del orgasmo intelectual que sentimos al escuchar “y en el mundo, en
conclusión, todos sueñan lo que son aunque ninguno lo entiende” ¿Cómo se hace
un esquema financiero en torno al sobrecogimiento que alguien podría sentir escuchando
el testimonio vivo de una joven que perdió a su padre guerrillero en un ataque
al cuartel militar, y le han contado cuatro versiones diferentes de cómo murió,
y entonces representa esas cuatro versiones frente a nosotros? ¿De a cómo se
cotiza el acto escénico de reconciliación que realiza una mujer cuando nos
cuenta sobre su padre alcohólico y golpeador en una obra llena de humor?
Todas estas obras valen mucho más
que el costo de su boleto y que el total de recaudación posible por la venta de
las funciones. El valor simbólico del arte desborda las tablitas de Excel donde
se consolidan los esquemas financieros viables o no viables. Y es que hay una
oposición central: las personas, convertidas en consumidores, se han
acostumbrado a pagar por cosas que ya conocen, pero son reacios a pagar por
cosas inciertas; por su parte, una de las funciones principales del arte es
dirigir la mirada hacia los lugares que normalmente no miramos, o hacernos ver
ciertas cosas de una manera renovada, es decir, es lo opuesto a lo que los
consumidores ya conocen. Por eso, cuando el arte pone el éxito comercial como
una prioridad, se trivializa, pues se ve forzado por la lógica del mercado (al
público lo que pida –y pague) a poner ante nuestros ojos aquello que ya
sabemos. No hay descubrimiento, no hay asombro, no hay sorpresa. El mundo no se
renueva ante nuestros ojos, pero el esquema financiero funciona.
Por supuesto que hay obras de
arte que alcanzan el éxito comercial, y qué bueno. Pero para que existan las
grandes obras de arte, es importantísimo que la prioridad esté puesta en una
tierra incógnita todavía por descubrir y llena de posibles fracasos, monstruos
y zozobras, pero no en el éxito comercial, porque cuando se prioriza lo
segundo, el arte desaparece entre caras de personajes famosos (mal llamados
artistas), pocos ensayos y grandes campañas de publicidad.
Obviamente, para hacer arte se
necesitan condiciones económicas favorables. Arte y economía no pueden
disociarse, porque para producir, el artista debe garantizar su subsistencia y
ubicarse en un lugar dentro del tejido social. Pero si observamos la historia
de la humanidad, la mayor parte del tiempo el arte se ha sostenido por
subsidios y mecenazgos que entregan aquellos a quienes el valor simbólico les
ha resultado provechoso: comunidades orgullosas de sí mismas, jerarcas de la
religión, nobles ansiosos de mostrar su alcurnia, burgueses en busca de legitimación
frente a otros burgueses o nobles… ¿y ahora? ¿Qué ha cambiado o está cambiando?
¿Cuál es la relación actual entre el arte y el dinero o el poder? ¿Tiene algo
que ver que el capital ocupa el lugar de Dios en la mística y las motivaciones
de la gente? ¿Tiene algo que ver que el capitalismo ha colocado la
especulación, el crecimiento y las ganancias en el centro y más allá de sí
mismo en un acto de prestidigitación trascendental?
Hace poco escuché esta anécdota:
Una directora joven le pregunta a una directora mayor cuánto le debe pagar a un
actor específico que quiere contratar. La directora mayor evalúa y dice “¿a
ese? Este te sale barato. Con 500 por función se conforma”. ¿Cómo llegamos a
esto? Pues gracias a la lógica empresarial de generar la mayor ganancia con la
menor inversión. Pero eso no es bueno para el teatro, porque un actor mal
pagado, buscará otras fuentes de ingreso para completar sus necesidades y
dedicará menos tiempo a perfeccionar su trabajo; porque una obra que se ensaya
poco tiempo o se escribe por encargo en un par de semanas tiene muy pocas
posibilidades de salir de los clichés y lugares comunes del oficio y de la
cultura mediática. El arte necesita tiempo para hacerse preguntas sobre sí
mismo y sobre su relación viva con el público que interactúa. El arte se empobrece
si lo condicionamos a obtener ganancias.
Tercer problema: La burocracia que se devora a sí misma.
A modo de caricatura, el diseño
institucional funciona más o menos así:
1. Creamos
una institución para garantizar a la población el acceso a las artes y le
metemos presupuesto; contratamos gente que cobra para operar esa institución.
2. Hacemos
(o rentamos) infraestructura para que la población tenga a dónde ir cuando
quiera “consumir” arte. Contratamos gente que opera esa infraestructura. Casi
siempre, la construcción de esa infraestructura se convierte en jugosas
oportunidades de negocio para contratistas y especuladores inmobiliarios, a los
que no les importa una chingada la población que deben atender. Resultado:
elefantes blancos.
3. Como
vemos que hay que poner algo en esos lugares, contratamos (o, de preferencia,
les pedimos que lo hagan gratis) a artistas para que hagan obras.
4. Pero
como los artistas no existen en términos laborales, tenemos que contratarlos
como… ¿proveedores? Resultado: los artistas tienen que ajustarse a tiempos y
tratos que no toman en cuenta la singularidad de su trabajo.
5. Además,
en el país del sospechosismo, ponemos todos los candados imaginables para que
la gente no se robe el dinero público y para garantizar que la institución no
salga raspada. Resultado: los artistas pasan más tiempo viendo cómo sortear
esos candados que haciendo arte, y los que sí roban, que son expertos en
burocracias, de todas maneras encuentran la manera de brincarse los candados. Resultado:
los que roban siguen robando y los que hacen cada vez hacen menos y cada vez lo
hacen peor.
6. Como
hay que atender a una gran población, administrar y operar los elefantotes
blancotes, cuidar que nadie se robe nada, difundir lo que se hace, pagarle a
sindicatos rapaces, hacer vínculos con otras instituciones e instancias de
gobierno, y tantísimas otras cosas, el dinero para cultura se gasta casi todo
(se dice que alrededor del 80%) en administración (sueldos, insumos,
autopromoción, viajes) y casi nada en aquello que sostiene y da sentido a toda
esa infraestructura: el arte. Resultado: a los artistas les pagan tarde, mal y
de malas… si es que les pagan algo.
7. Por si no bastaba con eso, la mayor parte del
tiempo del trabajo de burócratas administradores de todos los niveles se va en
cumplir con los requisitos que la misma institución les impone, o llenando
papeles que otras instituciones los obligan a llenar (fiscalizaciones, petición
de permisos, justificación de programas, numeralias pormenorizadas de cada año,
planes de trabajo detallados e infalibles…) Resultado: no queda tiempo ni
recursos para promover el arte, la institución bloquea y dificulta la
realización del arte que debería difundir y fomentar.
8. La
burocracia se alimenta a sí misma para justificar su existencia. En el proceso,
debilita su principal razón de ser: el arte. Resultado: 90 % de ciudadanos sin
acceso a la cultura, que nunca han visto obras de teatro en su vida y miles de millones
de pesos tirados a la basura. Y además: un titipuchal de obras mediocres como
consecuencia de las pésimas condiciones en que trabajan los artistas.
Pero eso sí, en el papel, todo
está justificado.
¿Y cómo es que aun así hay obras
en cartelera? ¿Cómo es que la máquina estúpida camina? Pues principalmente
gracias a personas específicas en cargos puntuales que se esfuerzan por hacer
lo mejor que se puede con las condiciones que hay, comiendo platos rebosantes
de mierda con la esperanza de… (Bueno, no sé bien cuál es la esperanza, pero
alguna deben tener). Gente comprometida y con buenas intenciones que evitan que
colapse todo. Son pocos y cada vez más arrinconados y con platos más grandes y
rebosantes).
¿Y qué podemos hacer?
En un país con tantos muertos
¿qué importa el desempleo de unos cuantos artistas?
Aunque podemos formularlo de otro
modo y modelar la realidad que nos contamos:
El país tiene tantos muertos
precisamente en el mismo momento en que hay tantos artistas desempleados.
¿Coincidencia?
¿No será que el país se fue al
carajo precisamente porque le dimos más importancia a las grandes inversiones y
a las finanzas a nivel macroeconómico y menos importancia a las artes y la educación?
¿Por dónde empezamos?
Organizarnos parece una tarea
titánica si lo pensamos en escalas nacionales o estatales. Pero todo cambia
cuando lo pensamos en un grupo de amigos o simpatizantes. Sí podemos
organizarnos entre cinco o veinte. Ese es el primer paso. Un grupo de cinco
locos con ganas de cambiar la realidad.
Si nuestra enfermedad es
contagiosa, vamos bien.
Y luego ser necios.
Pensar y pensar; pensar mucho
aunque hagamos poco. Pocas cosas ocurren si no han sido imaginadas antes.
Reír a diente pelado, reír mucho
(pero no a güevo) es importante.
Escuchar. Siempre escuchar antes
de hablar. Eso ayuda a no andar suponiendo que uno es más listo que el que
tiene enfrente. Antes de hablar callarse un rato.
Estar atentos. Entender que el
caos y el azar juegan un papel fundamental, y entonces andar a las vivas para
cachar las oportunidades y contingencias que nos vengan a favor.
Y ser necios. (Otra vez)
Y no perder de vista nunca que lo
que importan son las personas- Mucho más que las ideas, y muchísimo más que las
cosas. Las personas primero.
Y entonces sí, no callarnos ante
la injusticia y el abuso. Estamos rodeados.
No callarnos tal vez significa gritar.
Ni modo.
Pero si gritamos organizados,
juntos, contagiados, pensando, riendo, habiendo escuchado, habiendo callado,
atentos, necios, generosos, por el bien de todos, entonces es posible que
cuando cerremos la boca las cosas sean un poco diferentes. Y eso depende de
cuántos hayamos gritado juntos incluso aunque no estemos de acuerdo. Ojalá que
no estemos de acuerdo, pero que igual gritemos.
Necios.
Juntos.
MARTÍN LÓPEZ BRIE
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