viernes, 11 de enero de 2019

UN PUÑADO DE CINCO LOCOS

Toma simbólica de CONACULTA, Asamblea de la Comunidad Artística, 2015

“En las redes sociales somos un chingo. Cuando se trata de poner el cuerpo, solo llegamos cinco locos”.
No recuerdo quién lo dijo, en el contexto de la protesta frente a la secretaría de cultura ante la amenaza de un recorte (otro) de presupuesto y la desaparición de programas que dejarían a los estados del país sin recursos para apoyar la cultura. Cinco locos que ponen el cuerpo para defender la cultura frente a la rapiña institucionalizada.


La frase citada viene a cuento porque en los tiempos recientes se han llevado a cabo una serie de protestas y acciones por parte de la comunidad teatral en respuesta a situaciones inadmisibles desde el punto de vista de los artistas, de las cuales la siguiente lista es un resumen necesariamente incompleto:
-          Dispendio millonario en un espectáculo del circo del sol para promover la imagen (marca) de México en el mundo.
-          Retraso constante en pagos por servicios prestados, por parte de la extinta CONACULTA
-          Situación laboral precaria y dificultades para obtener seguridad social.
-          Recortes presupuestales escandalosos a los programas sustantivos de la nueva Secretaría de Cultura.
-          Nepotismo, dispendio, opacidad y corrupción en la Compañía Nacional de Teatro.  
-          Gastos de parte del FONCA en programas de exiguos resultados como el Encuentro de Artes Escénicas al mismo tiempo que la desaparición de programas útiles más concretos como Rutas Escénicas (que apoyaba a grupos para realizar giras artísticas).
-          Jurados del FONCA que otorgan beca a sus alumnos aunque no tengan trayectorias destacables…
-          Etc.
Y el síntoma recurrente es que en las redes sociales estos temas causan gran revuelo y tremenda indignación, pero a la hora de hacer presencia en la calle o en las oficinas para exigir cuentas, solo acudimos unos pocos. ¿Tiene algún sentido hacer esto? Es la pregunta que se repite cada vez que nos vemos los mismos otra vez protestando por lo mismo.
La respuesta dependerá de la perspectiva que se tome al respecto. Cada perspectiva tiene un matiz diferente según se miren los problemas que detonan la protesta.
Clausura simbólica de la Secretaría de Cultura y varios institutos en todo el país. Nov. 2016


    1.       El problema del mando

¿A quién responden los encargados de la cultura en el país?
Se supone que son servidores públicos, y esto significa que trabajan para nosotros, los ciudadanos. ¿Podemos despedirlos si son ineficientes? No. A menos que sigamos un camino: hacer un escándalo mayúsculo cuyo costo político obligue a la renuncia de alguno de ellos (Y con esta perspectiva, la protesta virtual y la acción in situ cobran algo de sentido)
Siendo servidores públicos no responden a nuestras necesidades sino a una agenda política y económica trasnacional que es enemiga frontal del bienestar de la gente y la naturaleza.  Responden a contingencias y coyunturas de la política de alto nivel, de los presupuestos de la Secretaría de Hacienda, principalmente. Hacienda, pues, define la política cultural del país, y organismos financieros internacionales definen la política de Hacienda: FMI, Banco Mundial, y demás cabezas ponzoñosas del endriago neoliberal. En resumen, la política cultural del estado mexicano no tiene nada que ver con la cultura de México. (Y ante esta perspectiva, la protesta recurrente parece inútil, pues no tiene posibilidades de modificar esta condición)

     2.       El problema de las “buenas intenciones”

Hemos vivido en un estado asesino, terrorista, y además ineficiente, donde sus perpetradores mandan sobre los funcionarios de cultura, y estos últimos, que quieren conservar la chamba, obedecen con la excusa de que están ahí para evitar cosas peores, para conservar algo en medio del saqueo.
Qué nobleza.
Protesta en el Congreso de la Unión por el recorte a cultura en el PEF 2019

Y no es que dudemos de las buenas intenciones de los servidores públicos de la cultura (bueno, tal vez sí dudamos de algunos) si no que ese acto de heroísmo tiene un alcance pírrico en las cuestiones sustantivas. Los mejores logros alcanzados por estos dignos adalides de la comunidad son reformitas a cuestiones muy menores: unos pesitos más para tal proyecto; que no desaparezca un programa en vías de extinción; menos dinero para subsidios; pero hay que celebrar que aún haya algo de dinero, nos dicen. (Y ante esta perspectiva parece que hacemos daño en lugar de ayudar a los susodichos para que nos protejan y juntos defendamos el Teatro, así con T mayúscula).
Qué bueno que existan funcionarios dispuestos a defender lo poco que nos queda desde adentro, pero mientras la situación laboral de los artistas no mejore, los esfuerzos “desde adentro” son igual a casi nada.

    3.       El problema del emprendimiento

La única política cultural reconocible y mundialmente difundida, es la de impulsar los emprendimientos culturales y las industrias creativas. Se impulsa un modelo en el que el artista debe volverse un empresario de su arte, siguiendo una serie de procedimientos para encontrar su nicho, su “área de oportunidad”, reconociendo un público específico (entendido más como consumidor de lo que se ofrece). El objetivo es, en teoría, hacer la actividad artística algo rentable siguiendo el camino de las empresas de éxito y la lógica de la mercadotecnia.
En esencia, lo que se promueve con esta visión es que el artista se convierta en un explotador y promotor de sí mismo. Y si no consigue el éxito, es su culpa, por no esforzarse lo suficiente, por no desarrollar habilidades sociales, por no instrumentalizar su red de contactos y amistades para consolidar y posicionar su arte, por no saber hacer un plan de negocios (¿y si acaso no queremos hacer negocios?). Este modelo puede funcionar para algunas actividades artísticas, sin duda, pero condena al fracaso y desaparición a muchas otras cuyo valor no es capitalizable y cuya actividad no encuentra equivalentes en moneda.
Además, no se dice nada del entorno en el que el artista debe realizar todo eso, ni de cómo otras políticas (impositivas, reguladoras, laborales) funcionan como obstáculos para el desarrollo de actividades que operan en el campo de lo simbólico. Todo ello conduce a un estado de precariedad permanente, de inseguridad y angustia, que favorece conductas competitivas por encima de conductas colaborativas, donde el individuo y sus logros se imponen sobre lo común y lo colectivo; es decir, se impone una visión de sociedad-organismo formada por células que compiten por devorarse unas a otras (células cancerígenas), en lugar de una sociedad-organismo con células que colaboran para mantenerse con vida unas a otras.
No solo se trata de una política cultural, sino de una política cargada de ideología que se hace pasar por “apolítica” y “no ideologizada”. La ideología subyacente es la del libre mercado: la del mercado como ente organizador del mundo y la del dinero como dios todopoderoso. Es una ideología religiosa (en tanto que dogmática) que ha prescindido del componente ético de otras ideologías y religiones. Al colocar los parámetros de “bien” y “mal” en el mercado, se convierte en una ideología del mal desde la perspectiva del ser humano, pues el bienestar de los hombres se convierte solo en una consecuencia tangencial y excepcional, algo que no es prioritario y de lo que se puede prescindir con tal de generar ganancias.



   4.       El problema de la ética vs la política

Lo que nos lleva al asunto de la ética.
Protesta frente a la Secretaría de Turismo por el contrato
del Cirque du Soleil, 2016
Hace poco un amigo me recordó que no hay (ni nunca ha habido) moral en la política y que exigirle una ética es estéril. Me dejó pensando: ¿Y si ese es el problema?
“El fin justifica los medios” es una frase que nos coloca en la antesala del mal, porque puede implicar que es lícito quemar brujas (personas reales) para mantener alejado al diablo (una abstracción, una entelequia). Si tal frase es el principal axioma de la política, la política está en la antesala del mal, y solo necesita un empujoncito para pasar al gran salón de la infamia. Al menos la política que han usurpado los que se sienten “profesionales” de la política. Y eso incluye la política cultural, aunque exista una diferencia de magnitud en sus tufos sulfurosos.
Pero si entendemos “lo político” como la gestión de las diferencias para lograr el bienestar en una comunidad, entonces la ética es un componente imprescindible, donde “el bien” no es una entidad abstracta que se impone dogmáticamente, sino una serie de condiciones para que ese bienestar común suceda.
Tampoco es algo relativo, donde el bien de unos puede significar el mal de otros, porque se asume que el bien común debe ser incluyente de lo humano y de la naturaleza en general, y estar dispuesto a negociar las contradicciones que emerjan en el proceso, no por la imposición, sino a través del acuerdo y el disenso.
Cuando un grupo de artistas tiene este tipo de consideraciones en mente, es natural que las prácticas de opacidad, de compadrazgo, de nepotismo, de favoritismo, de sectarismo, peculado, prevaricación y demás inmoralidades cotidianas quieran ser impugnadas, exhibidas y repudiadas públicamente. Surge en oposición al estado insoberano una comunidad ética que reconoce la injusticia y alza un reclamo (Un estado insoberano que incumple impune, todos los días, aquel mentado contrato social). Se conforma entonces un disenso necesario. (Y desde esta perspectiva, la protesta se entiende como desahogo ante la sordera, pero también como encuentro de los cuerpos que se identifican con esa postura ética)

Participantes del 3er Congreso Nacional de Teatro, 2018


    5.       El problema laboral

Pero el más grande problema que nos aqueja es una cuestión de subsistencia. Trabajo hay mucho. Siempre estamos trabajando en algo, ya sean proyectos personales, encargos ocasionales, cursos, talleres, trabajo solidario, organización y gestión de proyectos… pero el trabajo artístico nadie lo paga. Sin las obras de teatro, no existirían los foros para representarlas, los técnicos que trabajan en ellos, los diseñadores que hacen carteles y postales, los especialistas en difusión y prensa, los burócratas que administran la cultura, los altos funcionarios que definen las políticas culturales, los vigilantes, acomodadores, gente de intendencia, taquilleros y demás trabajadores de los centros culturales. Todos ellos cobran por su trabajo. Los artistas no.
Bueno, a veces cobran, pero para lograr eso hay que alcanzar cierto estatus de validación dentro del medio, cierto prestigio consagratorio que otorgan otros artistas y funcionarios. Y aún en estos casos, los artistas no cobran lo que vale su trabajo. Los artistas subsidian con su labor una gran cadena económica y son los más castigados “porque hacen lo que les gusta”.
Y el problema está en una encrucijada: el derecho a la cultura, consagrado en el artículo 4º de la constitución desde 2009.
“Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus derechos culturales. El Estado promoverá los medios para la difusión y desarrollo de la cultura, atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa. La ley establecerá los mecanismos para el acceso y participación a cualquier manifestación cultural”.
Tenemos derecho a manifestarnos culturalmente. Tenemos derecho a acceder a la cultura. El estado debe garantizar ambas cosas. Pero no se dice nada del derecho a vivir de ello, de hacer de ello una profesión remunerada. La gente, con o sin estado, con o sin burocracia, con o sin élites y especialistas, crea cultura en su convivencia diaria, así es que no hay nada que temer al respecto, la cultura no va a desaparecer aunque nadie destine un solo peso para ello. El problema es que si no hay una economía saludable que sostenga un quehacer cultural específico como el teatro, entones no hay posibilidad de una profesionalización de ese quehacer.
La encrucijada es que necesitamos cobrar por hacer el trabajo que hacemos, pero la gente no puede pagar el costo del trabajo que hacemos, pues si el boleto de cada obra costara en función de los costos de producción y creación, no bajaría de los $400 en los casos más baratos. Una tarifa semejante, además de excluyente a sectores empobrecidos, solo es permisible en cierto tipo de espectáculos, pero no en los que tienen un sesgo experimental, intimista o que se establecen fuera de las dinámicas conocidas. Entonces el estado debe entrar a subsidiar, para garantizar su existencia, pero los subsidios son insuficientes y los procesos para otorgarlos resultan opacos y los criterios dudosos.
El problema laboral de los artistas del teatro está detrás de la mayoría de las protestas e inconformidades. Mientras no se resuelva este asunto, los programas y políticas culturales solo podrán aspirar a simples placebos o paliativos del malestar general. (Y desde esta perspectiva la protesta sirve para mantener visible ese malestar y evitar que se normalice en nuestros cuerpos).

Concluyendo

Salimos a la calle y protestamos.
Nos plantamos afuera de CONACULTA, sobre el camellón de reforma, y organizamos una jornada de 10 horas con mesas de discusión alrededor del problema de la cultura desde diferentes ángulos, con destacados analistas y participantes, donde cualquiera que pasara por la calle podía acercarse, enterarse y sumarse; lo hicimos sin líderes, jefes ni jerarquías ególatras, con un esfuerzo cooperativo de altísimo rendimiento y jovialidad, donde además se sumaron eventos artísticos callejeros por demás notables. Lo más destacado de ese evento fue que los encargados de la oficina salieron a la convocatoria para decir que mejor lo hiciéramos adentro, por comodidad, cuando justamente lo que queríamos era que sintieran la incomodidad en la que hacemos arte todos los días. Fue sintomático también que se dieran por bien servidos con decir cifras y luego retirarse, sin asomarse ni por error a los temas que se trataba en las mesas.
Salimos a la calle y protestamos afuera de la secretaría de turismo por el caso del circo del sol, y presentamos un proyecto alternativo para gastar de manera más inteligente semejantes cantidades de dinero, a saber, 47.7 millones de dólares del erario mexicano. Se nos dijo con mucha amabilidad que había que desarrollar la propuesta de manera mucho más puntual y extensa. Es decir, que teníamos que hacer un trabajo en el que no somos especialistas, que no sería remunerado, para tener la oportunidad de ser rechazados oficialmente.
Salimos y protestamos. Bloqueamos la entrada de la secretaría de cultura, en una acción que se replicó en muchos estados en sus respectivas instituciones culturales, clausurando simbólicamente los edificios, como respuesta a las amenazas de recortes. Como siempre, nos recibieron con mucha amabilidad para diluir el problema en cifras y compromisos nebulosos.
También protestamos por escrito, explicando con amplitud nuestros motivos y razones de inconformidad, como el caso de la CNT que está ampliamente documentado, cuyo más reciente agravio fue la total opacidad en la que se designó al nuevo director, siendo que habíamos pedido que el caso fuera discutido públicamente por tratarse de una iniciativa sostenida con recursos públicos.
Lo seguiremos haciendo.
Digan lo que digan, los problemas siguen ahí y seguirán movilizando gente como no sean atendidos de verdad, y los resultados sean perceptibles por los que andamos a pata rajada en el día a día de disputarle valor simbólico al mundo y a las potencias mediático-políticas.
Felizmente, todo ello ha propiciado el encuentro de personas que se reconocen en sus carencias, rezagos y precariedades. El encuentro en una zona de dignidad ética, de reconocimiento frente al otro y de extrañamiento frente a prácticas reconocidas como dañinas y vergonzantes.
Desde esta perspectiva, aunque seamos un puñado de cinco locos, tiene muchísimo sentido protestar para encontrarnos en esa zona de identidad marginal y marginada. Reconocernos como distintos y adversarios del sistema-mundo que nos convierte en instrumentos y mercancías, en marcas-sujeto y activos de “capital humano”. No queremos ser empresarios, no queremos crear “productos” de consumo, no aceptamos la trampa del “éxito” ni el espejismo del emprendimiento, no aceptamos tampoco la mistificación del arte como algo para las élites, algo “sagrado” o “trascendente” digno de adoración y privilegios, no concebimos esta actividad como algo aparte ni diferente de otras actividades humanas; queremos dignidad para desarrollar nuestro trabajo en un entorno propicio a la vida y a la convivencia; queremos un mundo mejor, pues, y nos juntamos para reconocernos y construirnos como sujetos de frente a estas condiciones tan jodidamente jodidas.
El panorama no parece mejorar, sino al contrario. Seguiremos hinchando las pelotas, como dicen los argentinos, porque nos daría vergüenza aceptar en silencio los abusos e ineptitudes. A ratos nos fatigamos y nos tomamos un descanso, pero siempre volvemos, porque hay algo podrido en Dinamarca, y el tufo no se puede ignorar si respiramos.
Dato curioso: muchas veces los funcionarios de turno nos han pedido que entreguemos datos duros, proyectos claros, propuestas de políticas culturales consistentes con el plan general, y cosas por el estilo, aduciendo que están en la mejor disposición de escuchar y dialogar. Genial. Pero nadie toma en cuenta que son ellos los que tienen un sueldo asignado para eso, y que nosotros debemos hacerlo en tiempos robados a otros trabajos, a la vida, sin pago alguno. La situación no es para nada simétrica. No nos deslindamos de esa labor, pero consideramos prioritario exponer el malestar que estos políticos de la cultura no perciben desde la comodidad de sus oficinas.
Para cerrar, conviene destacar que hasta ahora han sido, todas las veces, protestas bastante divertidas, con epílogos en las cantinas y toda la cosa. Puede parecer frívolo, pero no lo es. La alegría es precisamente lo que activa el deseo de estar juntos y trabajar por el bien común.
La alegría del encuentro puede ser incluso más grande que la congoja y la rabia que nos moviliza.




























(Texto escrito en 2017 y publicado en algún lugar que ya no recuerdo)

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